Una lágrima gaseosa

por Lizbeth Bolaños1

Volteo hacia la sala de la casa, busco a mamá desde el corredor. La gente viste de negro, susurran, se dan palmadas en los hombros y bajan la mirada. Nadie me hace caso, así que juego y doy un paso firme para que mis tenis nuevos se enciendan de colores naranja, amarillo y rojo. Mi papá me los compró de cumpleaños, tienen brillos dorados y estrellas rosas. Aún no me ha enseñado a atarme los cordones, pero me prometió que lo haría. Me lo ha prometido desde que soy pequeña y aún no lo hace. No lo he visto en años. Mamá no ha tenido tiempo de enseñarme a hacerlo, no desde que la abuelita se puso mal, pero dudo que lo haga. Observo cómo las luces rojas y naranjas acompañan lo calientito de las velas por unos segundos, cuando una señora me ve de reojo. ¿Será que ella pueda entrar a la sala de adultos y me traiga a mi mamá? La señora abre mucho los ojos, y se me queda viendo feo, a punto de regañarme. Me dice con voz golpeada:

 —Me asustaste niña, pensé que algo se quemaba —y entra a la sala de adultos. 

Todos lloran porque se murió la abuelita, incluída mi prima Miriam que tiene los mismos años que yo. Realmente no llora, solo tiene la cara roja, hace muecas y no deja de gritar que extraña a la abuelita. No es cierto, yo sé que Miriam solo se hace la que llora para que las tías le hagan caso. Además ella nunca quiso a mi Tita, solo quiere los dulces que sabe que los adultos le darán para que se calme. Y como no recibía dulces, ahora cambia de táctica y solloza en silencio, moquea y agita sus hombros. Una lágrima comienza a escurrir por su cara inflada. Cuando sale la lágrima, la señora que antes me había mirado feo se acerca a ella, la abraza, lloran un buen rato juntas y después le da un Kiss medio derretido. Si le va bien a Miriam con su táctica y más tías le creen, incluso le podrían comprar toda una caja de chocolates para ella sola.

Miriam nunca quiso a mi Tita. Sus historias le aburrían y además le tenía miedo. A mí me gustaba mucho escucharla hablar sobre un pueblito muy muy lejano, y una versión de la abuelita en la que alguna vez fue niña. Solo me daba algo de miedo verla cuando le daban sus ataques; ponía los ojos en blanco, respiraba de forma extraña y todo su cuerpo se apretaba y se sacudía de arriba a abajo como gelatina. Mamá siempre llegaba y le ponía algo en la lengua, aunque nunca vi qué, olía amargo. Miriam salía corriendo del cuarto, pero yo me quedaba y le daba mi mano a Tita. A veces me la apretaba muy fuerte y me dolía. Pero prefería quedarme con ella y con mamá.

Ya pasó un buen rato y Miriam y la señora siguen llorando juntas. Ella pasa su mano por el cabello de mi prima, como si estuviera peinándola. Eso me recuerda a lo que una vez me dijo mamá: así como los nudos se deshacen con el cepillo, los nudos de la garganta se deshacen con las lágrimas. Busco los nudos atorados detrás de mi nuca y en mi garganta, quizá si los deshago, las lágrimas puedan salir. Pero no los encuentro y las lágrimas simplemente no salen. 

Entre las sombras, las tías con collares de bolitas rojas en sus manos rezan en silencio. Todas tienen lágrimas en las mejillas. Parecen hilitos de oro que salen de sus ojos. Se abrazan y se dan la mano. Cada que sale una gota dorada, alguien llega a ofrecer un abrazo y una mano de cepillo para deshacer los nudos del cabello y del corazón. Quizá de verdad quisieron mucho a Tita y la extrañan. ¿Y si yo no la quise lo suficiente y por eso no me salen las lágrimas? Recuerdo todas las tardes donde me contaba historias mágicas como la de Alláenla Fuente y el chorrito que tenía calor. También me acuerdo de la sonrisa con la mirada perdida que le quedaba después de sus ataques. Esos momentos fueron bonitos y debería estar triste de que no volverán a ocurrir, triste como las otras personas en la habitación. La cosa es que no me siento triste. Yo sabía que mi Tita se iba a morir, ella misma me lo dijo después de uno de sus ataques y al día siguiente pasó. Pero de todas formas me gustaría poder llorar como las tías o como Miriam. Que un río de oro saliera por mis ojos.

¡Qué fácil parece llorar como mi prima! Hace una semana la maestra dijo que los humanos somos sesenta por ciento agua, pero no dijo cuánto de ese porcentaje eran lágrimas. Quizá cuando nací mis porcentajes estuvieron desequilibrados y por eso ahora no tengo agua por derramar. Estoy segura de que mi prima tiene un porcentaje altísimo porque no ha parado de llorar en las últimas horas. Si yo lograra llorar de verdad, incluso más fuerte que ella, quizá podría pedir más que dulces. Podría pedir unas zapatillas de adulta, y así entrar en la sala sin permiso como mamá, atarme los cordones yo sola sin la ayuda de papá, y le sacaría la lengua a la señora que me había mirado feo.

Muy en el fondo, creo que hay otra razón por la que no puedo llorar. Creo que se debe a mi nombre: Sarah. Mi papá me contó que significa “princesa”, y mi abuela me dijo que una Sarah fue esposa de Abraham y madre de Isaac. La verdad mi nombre me recuerda más a la forma en la que suena el gran desierto del Sahara. Recorté una monografía de ese desierto hace tan solo unos días para mi clase de geografía. Resulta que alguna vez fue un océano, pero ahora solo hay olas de arena roja. Tal vez eso mismo me pasa a mí, que alguna vez hubo un mar en mi interior y se secó; por eso ya no puedo llorar. Me pregunto si el calor será tan intenso en el Sahara como lo es el de esta habitación. ¿Sobreviviría una gota de agua en el desierto? Quiero encontrar una gota de agua dentro de mí; no esos mocos espesos como los de mi prima, sino agua de verdad, que salga por mis ojos.

Intento buscar las lágrimas en mi pancita, en mi garganta, en la parte de atrás de mi cabeza, cualquier lugar es bueno para empezar a llorar. Pero no lo logro. Me pellizco el brazo, me rasco hasta sacar un hilito diminuto de sangre, quizá el dolor haga que llore. Pero ni una sola lágrima sale de mis ojos. Me frustro, aprieto los nudillos, doy un golpe en el piso, esta vez no para jugar, sino para que la fuerza de mi patada me haga sentir algo. Las luces de mis tenis se vuelven a encender y por una vez deseo que la señora hubiera tenido razón: que aquella luz fuera fuego y que algo se quemara. 

Me quedo quieta como me ordenaron. Nadie notó la patada así que no estaré en problemas. Todos siguen llorando. El aire se siente espeso por el bochorno de la habitación. Comienzo a respirar muy rápido, entrecortado, tal como vi a la abuelita hacerlo. Cuando Tita respiraba así, soltaba una lágrima. ¿Lo haré también yo si continúo respirando así? El pecho me arde y las luces de las velas se vuelven más brillantes. Unos puntos dorados dispersos titilan al ritmo de mi respiración. Cómo me gustaría que uno de esos puntos estuviera dentro de mí y así sacar la poquita agua que traigo dentro. 

Camino hacia una de las velas y acerco mi mano a ella. Se siente cálida y un cosquilleo se extiende desde la punta de mi dedo hasta recorrer todo mi brazo. Escucho a lo lejos los rezos, Aves Marías incesantes. Me lo enseñaron en el catecismo y aún no logro entenderle a todas esas palabras juntas. Son un zumbido en mis oídos que me arrullan. Toco la tibia cera que se desparrama de la vela, y recuerdo que viene de las abejas. Es como si su zumbido me llamara desde el interior de la flama. Un hilito dorado de cera se derrite y se endurece cuando toca el piso frío. Las velas también lloran, y una lágrima de cera puede pasar de ser sólida a líquida. 

Tomo la velita entre mis manos y pienso en mi desierto que antes era un mar. Solo hace falta calor para que el agua dentro de mí se evapore. Acerco la flama a mi rostro, paso la cera por mis labios y siento que se derrite como mantequilla. Sonrío a las figuritas que forman la llama, que cambian con cada segundo en una maravillosa danza roja. Abro la boca y meto la vela en mi interior, que ahora me ilumina y me calienta toda por dentro. 

Poco a poco, percibo cómo hierve el agua de mi pancita, de mi corazón y de mi garganta. Me río a carcajadas por el cosquilleo que recorre mi cuerpo y siento burbujas de agua diminutas agitadas por todo mi interior. Sé que las lágrimas están a punto de salir en forma de vapor, justo como sucede en la olla exprés cuando ya está muy caliente, a punto de explotar. Sonrío al sentir la primera partícula de agua flotar fuera de mis ojos, una lágrima en estado gaseoso.

La molesta señora grita con la garganta desgarrada, su voz completamente rota en un aullido, esta vez sin una sola lágrima en su rostro.

—¡La niña! ¡La niña por el amor de Dios!

  1. Este texto es uno de los resultados del taller Hacerle al cuento, en el que nos sumergimos en este género literario para crear nuevas historias y personajes. La entrega final consistió en un cuento completo y “Una lágrima gaseosa”, de Lizbeth Bolaños, fue seleccionado como uno de los tres mejores. Espera la publicación de los otros ganadores en las siguientes semanas. Mientras tanto, puedes conocer más sobre los cursos y talleres aquí. ↩︎

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