“El sentido último de la literatura es crear comunidad”, escuché decir a Luis García Montero, poeta y director del Instituto Cervantes. Hace unos días, fui uno de los autores invitados en Verdial, Fiesta de la Cultura y las Letras Iberoamericanas. Gracias a la iniciativa de los escritores Jorge Volpi y Fernando Iwazaki, en Málaga, España, se dieron cita artistas como Juan Villoro, Brenda Navarro, Héctor Abad Faciolince, Piedad Bonnett, Pedro Ángel Palou, Socorro Venegas, Daniela Tarazona, José Pulido y Alejandro González Iñárritu. Mi querida Lucy Zamora y yo contribuimos con un taller para escritores de literatura infantil y juvenil, lo que nos dio oportunidad de compartir hotel, comedor y eventos con muchos de esos artistas, disfrutando y aprendiendo con ellos. En esta entrada de mi blog, quiero compartir algunas reflexiones a raíz de esos momentos de convivencia tan cercana.
Fernando Iwasaki en conversación con Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017
Al lado de García Montero (España), en una charla sobre la pérdida y el duelo, Piedad Bonnett (Colombia) afirmó que la literatura puede tener dos propósitos: incomodar y armar conversación. Las dos tienen un valor tremendo, pues hay muchos temas de los que no se habla y el arte tiene la capacidad de traerlos a la mesa para abrir el diálogo. Y por eso, terminaba García Montero, si bien hay una literatura que solo busca el entretenimiento del lector, también hay otra que lo pone en contacto con su realidad.
Por otro lado, autores como Héctor Abad Faciolince (Colombia) y Lina Meruane (Chile) hablaron sobre la enfermedad, pues algunos de sus libros proceden de experiencias de ese tipo. Refiriendo trasplantes, cirugías a corazón abierto e incluso la pérdida de la vista, discutieron sobre la antigua división del cuerpo, la psique y el alma. ¿Son tres distintos o uno solo? Héctor dijo que suele ocurrir que, cuando estamos bien, olvidamos que hay un cuerpo; pero en cuanto algo falla o duele, lo recordamos con pesar. La enfermedad suele ir relacionada con la muerte, otro tema clave en la literatura.
En muchos de los encuentros, los escritores coincidieron en que escribir es una especie de búsqueda hacia el interior, un intento de dar respuesta a interrogantes propias. Jesús García Calero (España), editor del ABC Cultural, lo resumió con estas palabras: “La buena literatura es conocer lo que no conocemos”. Lo es tanto para el escritor como para el lector. Después de un buen libro sabemos algo que antes ignorábamos: de nosotros mismos o de otros. Leer ensancha nuestro mundo conocido.
Fue sorprendente descubrir otros puntos en los que diversos artistas convergían. En un mismo día, por ejemplo, en dos salas muy alejadas una de la otra, Julia Santibáñez (México) y Luis García Montero citaron el “Romance sonámbulo” de Federico García Lorca, demostrando que hay textos que forman parte fundamental de la herencia literaria hispanoamericana. “Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas…”
Lucy Zamora y yo en medio de nuestro taller de literatura infantil y juvenil
Una entrada de blog no alcanza para compartir con ustedes que me leen la experiencia completa de Verdial. Por eso, Lucy y yo hemos dedicado a ello un capítulo de nuestro podcast “Y los sueños sueños son”. A partir del 22 de mayo, podrán escuchar en Spotify y ver en YouTube una charla con mucho más de este festival. Y si nos siguen en TikTok y los dos canales de Instagram, además encontrarán las entrevistas que hicimos a aquellos colosos de las artes. Agradecido de esta tremenda experiencia en Málaga, me alegro de compartirla con ustedes en tantos formatos distintos. No se lo pierdan.
Fotografía de Jorge Luis Borges, tomada de la BBC.
Nuestra aventura más reciente en el círculo de lectura es el famoso ciego de Buenos Aires, el autor del inolvidable cuento “El Aleph”, el reseñista de libros inexistentes, el hombre que dijo “soñé esta mañana que me moría, sentía una gran sensación de alivio”. Nadie más y nadie menos que Jorge Luis Borges.
Mi primer contacto con sus cuentos fue durante la carrera. Primero cayó en mis manos “La muerte y la brújula” —que leí cabeceando de sueño— y luego “La casa de Asterión” —que me conmovió profundamente—. Pero fue hasta la maestría cuando realmente me puse a leerlo con el lápiz en la mano. Me enfrenté a su libro Ficciones, empezando por “La biblioteca de Babel”. Quedé impresionado por la cantidad de ideas tan deslumbrantes que sentía llegar a mi mente, a la vez que percibía la curiosa —y preciosa— sensación de que había muchas cosas que me pasaban inadvertidas porque no conocía todas las referencias.
Luego leí el dificilísimo de pronunciar “Tlön Uqbar Orbis Tertius”, donde el narrador habla de un libro que no existe con tanto detalle que te hace pensar que tiene que existir. Dentro del cuento vi nombres conocidos, como el de Alfonso Reyes y Bioy Casares, y fui entendiendo los mecanismos que Borges usa para despistarnos, para hacernos confundir realidad y ficción. En otras palabras, las estrategias que usa para reírse de lo tradicional, de lo “legítimo”, y para carcajearse con todo aquel que entienda su juego.
A los pocos días llegué lentamente a “El Aleph”. Hubo pistas que no entendí (¿qué rayos tenía que ver la tal Beatriz Viterbo con todo el asunto?) sino hasta tiempo después, conversando con un amigo amante de Borges —quiero decir, de su literatura—. Comprendí que a Borges había que leerlo con paciencia, con el afán de hacer una autopsia de sus textos, de ir removiendo capas hasta dar con lo esencial. Ese mismo cuento me enseñó algo más sobre Borges: que es un seductor de mentes.
Curiosamente, en ese tiempo releí paralelamente El llano en llamas, de Juan Rulfo. Al leer a estos dos autores al mismo tiempo, me percaté de una diferencia sustancial: Rulfo me llegaba al corazón; Borges al cerebro. Con Rulfo, la frase “¿No oyes ladrar los perros?” me hacía sentir el mismo agotamiento que quien la pronunciaba y la súplica “Diles que no me maten” me hacía experimentar el miedo a ser fusilado. Sentía en las entrañas: con Rulfo sentía algo absolutamente emocional.
Borges, por el otro lado, me impresionaba intelectualmente. Cuando se arranca a enumerar todo lo que vio en el Aleph, en esa especie de microcosmos que contiene todo lo existente, enlista elementos en los que yo jamás habría pensando (“vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte”), pero sobre todo comete la osadía de decir estas tres palabras: “vi tu cara”. ¡Wow! Rompió la cuarta pared y, en medio del caos que está enunciando me dice, quitado de la pena, que me vio a mí. ¡A mí!
Es el mismo tipo de impresión que se siente al leer “El jardín de senderos que se bifurcan”, cuando llegas a la línea que dice “El porvenir ya existe”. ¡Por Dios! ¿El futuro, que no ha ocurrido aún —por eso es futuro— ya existe? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿En qué tablilla está escrito? Son frases que podemos pasar de largo si no abrimos bien los ojos o si buscamos otras cosas en los cuentos de Borges. Para mí es eso: un cúmulo de sorpresas intelectuales. Y, como soy de esas personas que se sienten atraídas por lo cognitivo, yo no puedo evitar derretirme con Borges.
Bueno, con muchos de sus cuentos, no todos. No quiero idealizarlo. Y acepto que formo parte de un tipo particular de lector y que hay muchos a quienes esas sorpresas retóricas, literarias o conceptuales no les significa nada. Yo aplaudo a quien lee a Borges concienzudamente y dice “No me gustó”, también quitado de la pena, porque siempre he defendido que todo lector tiene el inalienable derecho a decir que un libro o un autor no le gusta, sea quien sea, haya recibido los premios que haya recibido. Porque al final eso es la lectura: conocer a otros a través de sus palabras y ejercer la crítica sobre ellas. Pero, por supuesto, para juzgar antes hay que leer y hay que hacerlo bien, hasta sus últimas consecuencias. Hay autores y libros para todos. Nosotros hemos venido a esta vida a conocer y disfrutar a todos los posibles.
En ocasiones me siento como un fraile, uno que se desvive por llevar no la palabra de Dios, sino el evangelio de la literatura hasta el último rincón de la Tierra. Constantemente converso con amigos y conocidos sobre el acto de leer. Algunos son apasionados y la conversación se da naturalmente. De un momento a otro, ya estamos hablando sobre nuestros autores y obras favoritos. Otros son lectores nuevos o no tan entusiastas, pero siempre hay un libro en común del que podemos hablar. Sin embargo, hay cierta clase de personas que se rehúsa a todo intento de ser bautizada: quienes dicen que no tienen tiempo de leer. Lo entiendo, porque a mí también me pasó en cierta etapa, pero el tiempo me ha hecho ver que esa frase es una enorme mentira.
Con paciencia franciscana, yo intento escuchar las razones por las que aquellas personas no leen. El trabajo es la más común. “Pf, estoy hasta el tope de trabajo; no me da tiempo de nada”. Otros hablan de la familia, sobre todo quienes tienen hijos pequeños. Y luego están los que tienen más pasatiempos que dedos, que brincan de un lado al otro en un mismo día para llegar a la clase de boxeo y después a la de pintura y al final a la de cocina. Pero para leer no, para eso no tienen tiempo. Aunque, como dicen ellos, “cómo quisieran tenerlo”.
Séneca declaraba que el único dueño de nuestro tiempo somos nosotros mismos y que, dentro de cierto margen, somos capaces de elegir a qué lo destinamos. Haciendo a un lado las obligaciones de las que no podemos librarnos de ninguna forma (incluyendo el tiempo que dedicamos a nuestras relaciones como la familia, la pareja y los hijos), a todos nos queda una buena cantidad de tiempo al día. Sí, bastante buena si hacemos las matemáticas. Y podemos decidir qué hacer con ella. La primera elección quizá sea si se la dedicamos a otros o a nosotros mismos. ¿Seguir trabajando, salir con amigos, hablar por teléfono, escribir por WhatsApp? ¿O mejor hacer algo que nos llene a nosotros mismos? Lo que sea, pero para nosotros: hacer ejercicio, dar un paseo, cantar, pintar, ver una película…
Es cierto que muchas veces, ya que dimos el primer paso de decidir darnos nuestro propio tiempo, caemos en lo más fácil: como ponernos una serie de 100 capítulos que llenará nuestro siguiente mes o como deslizar el dedo por las redes sociales hipnotizados por frases cortas, imágenes y videos fugaces. Eso no requiere ningún esfuerzo y, en cambio, suprime eficazmente el tiempo de encuentro que tenemos con nuestro yo más profundo y nos evita pensar sobre nosotros mismos.
Y claro, cuando venimos a ver, ya es noche, ya es muy tarde, ya no hay tiempo para otras cosas. Mucho menos para leer. Pero no pasa nada: leer no es urgente, nadie se ha muerto por no leer. Puedo hacerlo mañana. O pasado. O la próxima semana. Y total, si no lo hago, no pasa nada… Y así vamos dejando la lectura, posponiéndola o, mejor dicho, anulándola.
Ya en la entrada anterior cité a Borges diciendo que no se puede obligar a nadie a ser feliz (pues yo estoy convencido de que la lectura nos hace más felices), pero mi vocación evangelizadora me obliga siempre a intentar dar un empujón a quienes aún no han entrado al mundo de la lectura. ¿Cómo empezar a darnos nuestro propio tiempo para leer? Lo primero es fijarnos una meta. Hace unos años, yo mismo decía que no tenía tiempo para leer más que aquello que era parte de mi trabajo como escritor y como docente. Pero decidí que leer por placer me gustaba tanto que lo haría siempre al despertar y al acostarme. Mi día empezaría y terminaría con ese placer. ¿Cuánto? Al menos dos páginas. A veces leo un cuento completo o un par de capítulos, pero las dos páginas las cumplo siempre. Incluso cuando estoy muerto de cansancio me esfuerzo por mantener ese hábito.
Después de intentar con otros horarios, para mí esos dos son los mejores porque a lo largo del día se pueden presentar muchas situaciones fuera de nuestro control que afecten nuestro tiempo de lectura. Pero cada persona puede adaptar esto a su forma de vida. Y puede fijar cierto tiempo en lugar de una cantidad de páginas o encontrar otro tipo de metas.
Un mecanismo más que resulta muy útil es leer con otra persona o incluso con todo un círculo de lectura. Compartir las lecturas en tiempo real con otros apasionados es un buen impulso para mantener nuestra disciplina. Así lo disfrutaremos aún más. Y veremos que cambiamos las conversaciones sin importancia por las pláticas sobre los mundos fantásticos que estamos viviendo.
A mis círculos de lectura llegan personas por su propia cuenta, pero también hay grupos enteros de amigos, hermanos, parejas de novios o de esposos y hasta padres y madres con sus hijos. Entran juntos y muchas veces organizan un tiempo de lectura colectiva en casa. Todos ellos se dan su espacio para leer y respetan la lectura del otro. (Porque eso también pasa a veces: que cuando alguien te ve leyendo piensa que no estás haciendo nada y te interrumpe sin el menor empacho. Pero ese será el tema de la siguiente entrada.) Todos juntos leyendo cada quien por su lado, un oxímoron precioso.
Concluyo ahora. Leer es un placer, es nuestro placer. Y así como nos damos tiempo para respirar y comer, podemos hacernos tiempo para vivir otras vidas a través de los libros. Hay formas de hacerlo, no cabe duda. Podemos empezar por estas sugerencias. El que no lee, no es porque no tenga tiempo, es porque no se da el tiempo. En otras palabras, el que no lee es porque no quiere.
“La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz”, decía Borges. Leer es abrir la puerta a nuevas experiencias, dar la mano a nuevos personajes, comprar boletos de avión a nuevos destinos. Yo no cambiaría por nada una hora de lectura, en silencio o con un poco de jazz, con café o con chocolate caliente, con una cerveza y unas buenas aceitunas. Leer es un placer que enciende todos los sentidos y dispara la imaginación. Por eso, nadie tiene que leer, pero quien lo haga será feliz.
Muchos saben que les gusta leer, pero saben también que no encuentran el tiempo suficiente en medio de la vorágine diaria. Escuela, trabajo, familia, cuentas, pendientes… da la medianoche y otra vez no leí una sola página. Será mañana. Y nos convertimos en la persona del mañana. Y los libros se entristecen, incluso se enojan porque, otra vez, sus páginas no vieron la luz y sus personajes no cobraron vida.
Y está otra cosa: que si logramos leer, no tenemos con quién compartir. A diferencia del teatro o el cine, la lectura hoy en día es una actividad solitaria. Así que la emoción se nos va acumulando dentro de las mejillas página a página, pero no tenemos con quién desembucharla. Nadie lee el mismo libro que nosotros al mismo tiempo y, si acaso lo leyó antes, seguramente ya no recuerda el diálogo que nos ha fascinado esta tarde.
Así, la falta de tiempo y la soledad se yerguen como dos molinos que combaten contra nuestro intento quijotesco de leer hasta que se nos seque el cerebro. ¿Cómo enfrentarlos? Quizá… ¿Qué tal si hubiera un mecanismo que nos obligara a hacernos el tiempo y que a la vez nos diera amigos lectores? ¿Qué tal si volviéramos a leer como antes, en comunidad?
Los círculos de lectura son espacios perfectos para esto. En los que yo dirijo desde 2021, leemos un libro al mes. Vamos comentando impresiones y sorpresas a través de nuestro grupo de WhatsApp y al final tenemos nuestra reunión virtual para dedicar dos horas enteras a comentar la lectura con detalle.
Además, es un curso en el sentido de que exploramos al autor y su contexto, con el fin de entender qué significó la obra en su momento; y también evaluamos su trascendencia en nuestros días. Todos somos lectores, estamos ahí para disfrutar más los libros y para compartir nuestro amor por la ficción.
Este año tendremos dos menús para elegir, uno con lecturas imperdibles del siglo XX y otro con joyas latinoamericanas. Arrancamos el 8 de febrero. Si lo que quieres es leer este 2023, ¿qué estás esperando?
Con el paso del tiempo, los historiadores terminan por resignarse a ser vistos por sus amigos como enciclopedias con patas; como entes que albergan en su mente y en su vientre una infinita cantidad de nombres, fechas, lugares, causas y consecuencias; como inteligencias listas para pronunciar cualquier dato duro que se les pida. En realidad, la memoria no es más que una capacidad necesaria para el historiador, pero su verdadero trabajo es el análisis de los datos, la interpretación de los vestigios que la historia ha dejado y el entendimiento del ser humano en otras épocas y, sobre todo, en el presente. Desde hace años pienso que la mayor deuda que las profesiones poco conocidas tienen con el resto de la sociedad es permitirle acceder a su trabajo, contarle qué estudia, cómo lo hace, por qué y para qué. Por eso, tomo este 12 de septiembre, Día del historiador en México, como pretexto para compartir de forma breve y simple a qué rayos se dedica un historiador, sin entrar a las espinosas discusiones que los conceptos más básicos de este quehacer despiertan siempre en el gremio de la musa Clío.
Habrá que comenzar por preguntarnos qué es la Historia. Marc Bloch la definió como la ciencia que estudia al ser humano en el tiempo. Repito: el tiempo, no el pasado. Esto es fundamental porque ¿para qué estudiaría alguien el pasado? Podría hacerlo, como aficionado, para contar con un infinito repertorio de datos curiosos que no sirven para nada más que para abrir la plática un buen domingo durante el desayuno. O podría hacerlo, como los historiadores, para entender el camino que ha transitado el ser humano hasta llegar a donde está ahora. Los historiadores estudiamos el pasado, sí, pero porque estudiamos el presente y este no se puede entender sin aquel. R. G. Collingwood escribió:
Conocerse a sí mismo significa conocer lo que se puede hacer, y puesto que nadie sabe lo que puede hacer hasta que lo intenta, la única pista para saber lo que puede hacer el ser humano es averiguar lo que ha hecho. El valor de la historia, por consiguiente, consiste en que nos enseña lo que el ser humano ha hecho, en ese sentido lo que es el ser humano.
Si no estuviera anclada al presente, la Historia como disciplina no tendría ningún sentido, sería una mera interpretación de datos destinados a saciar la curiosidad sobre otras épocas. Y esto va mucho más allá del tan conocido “hay que estudiar la historia para no repetir los mismos errores”. La Historia se encarga de detectar los cambios y las permanencias en la larga duración, es decir, no en lo que dura una vida humana o una coyuntura, sino en el tiempo que se extiende una cultura, todo el tiempo a lo largo del cual el ser humano se relaciona con su medio de una misma manera. ¿Qué es lo que permanece inmutable a lo largo de la época del Imperio romano? ¿Qué es lo que cambia constantemente en la Edad Media? ¿Por qué algunas cosas se mantienen estáticas y otras nacen y fallecen con asombrosa rapidez en el siglo XIX mexicano? Eso nos habla no solo de los romanos, de los europeos medievales o de los mexicanos decimonónicos, sino también de todos los seres humanos, incluidos nosotros.
Y es que todo fenómeno histórico está asociado a otros. Para entender la guerra entre Rusia y Ucrania que se vive hoy, es necesario partir de la formación de la URSS a principios de los 1900 y pasar por el Pacto de Varsovia y la OTAN a mediados del siglo. Para hacernos una idea de cómo enfrentar una pandemia, es útil repasar lo que se ha hecho en ocasiones similares. Para comprender el actual modelo político de México, es menester volver la mirada a los sexenios anteriores.
Y entonces, ¿qué rayos hace el historiador? Este profesional es formado para adquirir los conocimientos mínimos necesarios para moverse en cualquier época y región, entendiendo las particularidades de cada una. Y, sobre todo, es formado para hacerse de la sensibilidad y las destrezas necesarias para adentrarse con mayor detalle en cualquiera de ellas cuando lo necesite. Por eso, la tan común pregunta “¿Tú estudias Historia de México o Historia universal?” carece de sentido. El historiador estudia la historia y ya está. Es cierto que la vida lo lleva a especializarse en determinados espacios geográficos y épocas, pero ante todo es un historiador capaz de sumergirse, entender e interpretar cualquiera de ellos.
En estas últimas palabras hay un término clave: el significado del verbo interpretar. “¿Qué hay que interpretar”, podrá preguntarse cualquiera, “si la Historia es una y ya está escrita?” Claro que la Historia es una, pero, en primer lugar, no siempre está escrita y, en segundo, lo que se escribe de la Historia no es exactamente la Historia, sino solo su representación. ¿Acaso el recuento que quien lee esto hace de su día es exactamente el día con todos sus detalles? ¿Acaso dos personas involucradas en un mismo hecho lo relatan de la misma manera? Hágase el siguiente ejercicio de imaginación: ¿los soldados de Hernán Cortés habrán descrito la conquista de México-Tenochtitlan de la misma forma que los guerreros mexicas? Unos y otros contaron su historia. ¿Qué es real? ¿Qué fue inventado? ¿Qué callaron y por qué lo hicieron? Eso es lo que el historiador interpreta. ¿Y cómo lo hace? A través de las fuentes, es decir, los vestigios que ha dejado el pasado: documentos oficiales, cartas, diarios, música, pinturas, literatura, edificios… todo aquel lugar donde el ser humano haya dejado su huella.
Volvemos: ¿entonces qué rayos hace un historiador? Cuando el presente lo exige —y créanme, lo exige minuto a minuto—, interpreta el pasado para aportar una mirada informada y amplia a su propia época. ¿Y cómo lo hacemos? Investigamos constantemente, nos especializamos en ciertas materias y compartimos nuestros resultados, interpretaciones y opiniones a través de distintas plataformas: libros, artículos en revistas especializadas, entrevistas, programas en medios, conferencias académicas y de divulgación. Y, asimismo, los historiadores también escribimos libros de texto para los alumnos, cargados de nuestra propia interpretación; libros que buscan ayudarlos a complejizar su propia realidad. Y somos docentes en distintos niveles educativos para fomentar el pensamiento crítico. Y trabajamos en archivos donde otros historiadores podrán encontrar fuentes para sus investigaciones. Y participamos en la organización de exposiciones en museos abiertos a todo público. Y escribimos novelas históricas y hasta asesoramos películas y series de televisión, porque no podemos negar que el relato de la Historia también es fuente de entretenimiento. Y asesoramos políticos para que sepan lo que dicen y lo que hacen. Todo esto, por supuesto, lo hace el historiador que tiene la posibilidad de realmente dedicarse a la Historia, lo cual —hay que decirlo— no es común dentro de la realidad laboral que vivimos. Pero sí, eso y más hace un historiador y por eso su participación en tantos ámbitos es vital y necesaria para la sociedad.
Hace muy pocos días, conversé con Belén Zuazúa, amiga íntima española e historiadora del arte. De alguna forma, llegamos a hablar sobre algo que nos ocurre a ambos y probablemente a todos los historiadores y, me atrevo a decir, a todos los humanistas: con una impresionante frecuencia, en cualquier conversación nos tornamos abogados del diablo, cuestionamos todo lo que escuchamos de nuestro interlocutor y le ofrecemos —a veces en tono francamente retador— muchas otras posibilidades de interpretación. En resumidas cuentas, nunca estamos de acuerdo y siempre estamos proponiendo otras opciones. “Debe ser castrante para los otros”, le dije a Belén; “creo que dejaré de hacerlo”. Pero ella me hizo ver el por qué: como humanistas, estamos formados para ver el actuar humano como un fenómeno realmente complejo, como enormes granadas que llevan en su interior una cantidad inimaginable de materiales explosivos. Las cosas nunca son tan fáciles, todo está relacionado, las coyunturas no suceden porque sí, nada surge de la nada, el humano no es un ser pasivo sino un agente, la política se vincula con la cultura y viceversa, la economía no va por su propio camino, los militares también son personas de carne y hueso, hombres y mujeres están sujetos a estructuras de pensamiento… Por eso, cuando alguna persona se refiere a un hecho cualquiera con tremenda simplicidad, nosotros quedamos patidifusos y solemos saltar al ruedo, tal vez no a escupir la verdad —nosotros no la sabemos, quizá nadie—, pero sí a complejizar el asunto, a invitar al otro a considerar que el hecho al que se refiere tiene muchas más capas que analizar antes de emitir una opinión al respecto. Y esa invitación no es sino una exhortación a entender mejor, a dar al asunto la importancia que merece y, por lo tanto, a encontrarle una respuesta que esté a su altura.
Los historiadores, pues, nos dedicamos a hacer ver —a nosotros mismos, a los colegas y a los no historiadores— la complejidad de la realidad humana y la necesidad de estudiarla con detalle para comprenderla y ser capaces de tomar las mejores decisiones. La cosa, como expresó Roger Chartier en 2020, no es predecir el futuro —como a veces también se nos pide que lo hagamos—, sino tender ante la sociedad las posibilidades de futuro que tenemos y coadyuvar a transitar el mejor camino.
El lunes 31 de enero recibí una llamada, misteriosa al inicio: “¿Elik?” “Sí, él habla.” “Te hablamos de Ediciones Norma.” “Ajá…” “Para anunciar que eres el ganador del Premio Nacional de Literatura Fenal-Norma 2022.” ¡No podía creerlo! Había emprendido el camino de la escritura hace casi 15 años. Había mandado decenas de copias a editoriales y concursos, siempre fantaseando con el premio mayor. Ahora se volvía realidad.
La obra por la que recibí este premio se titula La joya robada. Es una novela policiaca donde el detective es nadie menos que el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Tal como lo leen: una novela policiaca con escenario histórico y tono paródico. Y es que don Quijote es un personaje que ha dado mucho que decir desde su aparición pública en 1605. Aquel glorioso año en que Cervantes nos regaló al Caballero de la Triste Figura cambió la literatura para siempre. Hoy me siento feliz de traer a este personaje a las páginas de una nueva novela y seguir compartiendo lo que el Manco de Lepanto nos obsequió.
Escribí este libro en 2019, mientras gozaba de la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas. Se trató de una experiencia que yo mismo disfruté mucho, pues reía con cada página escrita. Debo decir, sin embargo, que en el camino hubo quienes no creyeron en este proyecto y que incluso intentaron disuadirme. Por poco les hago caso. Este premio, por lo tanto, es a la confianza en uno mismo, a la perseverancia y también al apoyo de quienes estuvieron cerca de mí y me empujaron a seguir. Me pregunto cuántas ideas fantásticas nunca vieron la luz porque alguien desmoralizó a su autor. Si alguno de quienes lee esto ha pasado por esa situación, lo exhorto a retomar el proyecto y llevarlo a su término sin demorarse un solo segundo.
Estoy feliz de recibir este galardón, que incluye la publicación de la novela y un generoso premio económico. De la mano de Norma (editorial con enorme presencia en América Latina) y el Instituto Cultural de León, presentaremos esta novela durante la Feria Nacional del Libro de León, Guanajuato, en los primeros días de julio de este 2022. Se convertirá en mi tercera novela publicada, después de Asesino por religión y La conquista de la tecnología, y ocupará un lugar muy especial al lado también de Iluminaciones, Enigmas de la noche fría y Fantasías del terremoto. No puedo esperar a entonces para compartir con ustedes esta nueva creación. ¿Y ustedes?
El segundo libro que devoramos en el círculo de lectura “Diez clásicos para el 2021” fue Orgullo y prejuicio, una novela que sigue vigente más de 200 años después de que Jane Austen la publicara. La trama quizá parezca simple: amores que lucen imposibles y que al final se concretan, pero en medio de ello hay una tela preciosa para cortar y hacer mil figuras con ella. El pan de cada día está compuesto por malentendidos, confusiones, y, sobre todo, orgullos y prejuicios. Tanto se muestra orgulloso Darcy como prejuiciosa Elizabeth. Son estos dos elementos los que deben hacer a un lado para ser capaces de apreciar la verdadera belleza en el otro.
Siempre es difícil elegir las partes favoritas de un libro y mucho más las frases, pero he elegido para compartir con ustedes 5 citas que pintan de cuerpo completo algunos de sus personajes y sus escenas más sobresalientes.
1.“Sí, la vanidad es efectivamente una debilidad. Pero el orgullo… donde en realidad hay una verdadera superioridad intelectual, el orgullo puede mantenerse siempre en sus cauces”. Quizá hoy tenemos en poca estima el orgullo, pero se debe principalmente a que lo confundimos con la vanidad. El vanidoso resulta desagradable a los ojos de cualquiera porque no deja de situarse por encima del resto. El orgulloso, en cambio, es aquel que valora lo que es y también lo que no es, en el sentido de que conoce su esencia y es consciente de que tales características le permiten obrar. El orgullo es hermano de la confianza en uno mismo, y sin ellos es imposible acometer cualquier empresa.
2. “Pero esa expresión, «amar apasionadamente», está tan manida, es tan dudosa, tan indefinida que ya no significa casi nada. Se utiliza tan a menudo para describir los sentimientos que se tienen por una persona a quien se ha conocido media hora antes como para describir la emoción por un amor real y verdadero”. Esto lo dice la señora Gardiner a su sobrina Elizabeth. Sin duda, uno de los ejes de Orgullo y prejuicio es el cuestionamiento sobre la esencia del amor, de la acción de amar y de lo que hoy llamamos enamoramiento. Bien preguntó aquello la señora Gardiner y, a mi parecer, hoy podemos hacerlo de nuevo. ¿Cuántas veces no escuchamos esa fórmula, no oímos que alguien ama apasionadamente? Habrá que preguntarse qué tan cierto es.
3. “Todo el interés de mi vida ha consistido en evitar esas debilidades que consiguen que un notable intelecto acabe haciendo el ridículo”. Esto lo dice Darcy en un sentido casi filosófico: el alma concupiscente de la que hablaba Platón se mueve hacia los placeres y cae fácilmente en el vicio, pero la razón jala las bridas del corcel y lo encamina al sendero de la virtud. En la batalla que cada uno de nosotros libra internamente, ¿qué fuerza va ganando?
4. “Querida… —contestó su marido [el señor Bennet]—, tengo que pedirte dos favores. El primero, que me permitas el libre uso de mi entendimiento en la presente ocasión y en segundo término, de mi biblioteca. Me encantaría estar solo en mi biblioteca tan pronto como sea posible”. Con su indiferencia y su humor, el señor Bennet es uno de mis personajes favoritos de la novela de Jane Austen. En esta escena, peleado con su esposa porque él está de acuerdo en que Elizabeth no se case con el señor Collins, pide con toda tranquilidad que no lo estén fastidiando.
5. Mientras llega la publicación que escribiré pronto sobre Ivanhoe (nuestra siguiente lectura), despido la selección de frases de Orgullo y prejuicio con una que no necesita comentarios, pues es simple y llanamente Elizabeth celebrando que irá de viaje, ella que sabe lo que es una travesía verdadera: “Mi queridísima tía! —exclamó entusiasmada—. ¡Qué maravilla! ¡Qué alegría! ¡Me das nueva vida y nuevas fuerzas! Adieu a las desencantos y la melancolías. ¿Qué son los hombres, frente a las rocas y las montañas? ¡Ah, cuántos momentos de emoción disfrutaremos! Y cuando regresemos, no seré como otros viajeros, que no son capaces de explicar nada de lo que han visto. Nosotros sabremos dónde vamos… y recordaremos lo que hayamos visto. Lagos, montañas y ríos, no se confundirán en nuestra imaginación ni cuando intentemos describir un lugar concreto empezaremos a debatir dónde se encontraba exactamente. ¡No permitiremos que nuestras primeras impresiones sean tan absurdas como las de la mayoría de los viajeros!”
Así, me parece, son los viajes de verdad, esos que se hacen caminando por un lugar desconocido y también a través de los libros. ¿Qué piensan ustedes sobre Orgullo y prejuicio?
En febrero arrancó el círculo de lectura que tengo el gusto de dirigir: “Diez clásicos para el 2021”. Como grupo, nos hemos propuesto llevar a cabo un recorrido histórico y literario a lo largo del siglo XIX, una época que vio nacer distintos géneros (la ciencia ficción, la novela histórica, el género policiaco…), así como personajes que nunca olvidaremos (como Dorian Grey, Sherlock Holmes, Drácula…). A través de 10 obras, nos sumergiremos en la historia, la cultura y las artes de todo un siglo, leyendo y releyendo grandes clásicos de la literatura que siempre tienen algo nuevo que decirnos.
Nuestra primera lectura fue la obra maestra de Mary Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo. ¡Cuánto no dijimos de ella! Luego de asomarnos al romanticismo y al contexto científico de la época, exaltamos a Shelley por haber escrito semejante portento de la literatura antes de cumplir los 20 años de edad. Enseguida, exploramos el inicio del libro y sus planos. ¿Se han fijado? Hay un primer nivel constituido por las cartas que el capitán Walton envía a su hermana; dentro de ellas, Walton transcribe lo que Víctor Frankenstein le contó, incluido el largo discurso en el que la criatura, a su vez, le contó a él su miseria. Hasta tres niveles, contenidos uno dentro del otro.
Hablamos de la ambición de conocimiento de Frankenstein que lo llevó a dar vida a un conjunto de pedazos de cadáver. ¿Pero después? Le dio la espalda a su creación, la dejó vagar sin rumbo: quedar pobre y con frío a merced de la naturaleza, a merced, especialmente, de los seres humanos. Poco tardó en ser rechazada incluso por las personas más bondadosas y recibir de ellas palos en lugar de cariño. Por su terrible aspecto, la criatura quedó condenada por siempre a ser causa de repudio, asco y temor. Por eso buscó a su creador y le exigió que creara una compañera de su mismo tipo con quien pudiera vivir y compartir su trágico destino.
No pretendo arruinar la novela a quien no la haya leído. Lo que deseo comentar es una reacción de lectura que advertí entre los miembros que conforman este círculo. Hubo quienes amaron la historia y también quienes no la disfrutaron en absoluto; pero todos sin excepción experimentaron un sentimiento común: rechazo total hacia Víctor Frankenstein. Crear un ser y abandonarlo: ¿qué tipo de persona hace eso? Les resultaba inconcebible, casi como si se tratara de una persona de carne y hueso, alguien a quien conocieran de toda la vida; como si no pudieran dar crédito a semejante crimen. “No se hizo responsable”, formuló alguien. En efecto, obró a partir de su ambición y logró un prodigio, pero ni siquiera había pensado en las consecuencias de sus actos. Y cuando vio lo que había hecho, decidió desentenderse.
Esto me hace pensar que como sociedad podemos tolerar muchas vilezas; nos hemos resignado incluso a la delincuencia y a la corrupción. Pero, curioso, nos es imposible pasar por alto un acto de irresponsabilidad. El ser humano, pensamos, ha de asumir las consecuencias de sus decisiones, especialmente siempre que involucre a otra persona: ni la mentira ni la traición ni mucho menos el abandono puede permitirse. Y dentro de este campo el abandono de una criatura que depende de uno es la peor de las bajezas: ¿cómo dejar desamparado a quien te necesita para sobrevivir?, ¿privar de amor, formación y educación a un nuevo ser?, ¿cómo dejar a una criatura desamparada a su suerte? El último círculo del infierno está reservado a esas personas.
Y yo reflexiono también: qué potencia la de un libro, que logra hacernos sentir algo tan fuerte como la indignación. He dicho que algunos lectores del círculo afirman que no les gustó el libro. Aquí entre nos, yo pienso que lo que les desagradó en realidad fue aquel comportamiento. Lo que reprueban es el obrar de Víctor Frankenstein, no la obra de Mary Shelley. Y eso nos habla de la calidad de la novela, de su fuerza para despertar sentimientos en nosotros.
La primera piedra de la ciencia ficción como género, el primer monstruo creado por la ciencia, un parangón de reflexión sobre la virtud y los vicios, una exposición de los peligros de la razón, una defensa de los sentimientos. Eso y más es Frankenstein y su lectura, estoy convencido después de nuestra sesión en el círculo, se convierte en un tratado sobre el rechazo que los individuos tenemos a la irresponsabilidad. ¿Qué piensa al respecto el lector de este blog?
Hemos perdido la buena costumbre de leer en comunidad. Desde hace y tiempo y ahora especialmente con la pandemia, la lectura se ha vuelto una actividad solitaria muy distinta a cuando la gente se reunía a escuchar que alguien leyera en voz alta los grandes éxitos de su tiempo, como El Quijote. Ahora leemos en silencio, enclaustrados en casa. ¿A dónde fueron las risas y los suspiros colectivos?
La pandemia, además, limitó la interacción con otros lectores. Tras terminar un buen libro, salíamos con alguien por un café con la única intención de comentar sus páginas. O acudíamos a algún círculo de lectura a encontrarnos con compañeros de fantasías. Ahora que los paseos son en el comedor de casa, resulta difícil.
Pero no imposible. Para quienes necesitan seguir leyendo e incluso leer más, para quienes desean reír con otros y llorar también con ellos, siempre habrá un espacio. Para ello creé el círculo de lectura “Diez clásicos para el 2021”, una invitación a sumergirnos en 10 obras para leerlas o releerlas, gozarlas, entenderlas mejor y, sobre todo, comprender la literatura que nos rodea hoy. Mes a mes, comentaremos una nueva lectura de diferentes géneros literarios para disfrutar juntos las sorpresas que nos dejó a cada uno.
Se trata de 10 obras del siglo XIX y es que esta época vio nacer distintos géneros literarios que pronto llegaron a consolidarse, entre ellos, el policiaco, el histórico y la ciencia ficción. Asimismo, fue entonces que cobraron vida personajes que nunca olvidaremos, como Dorian Grey, Sherlock Holmes y Drácula. Por si fuera poco, algunos tipos de narraciones, tales como el terror y la aventura, fueron desarrollados a su máxima potencia. Sí, 10 clásicos que cambiaron la literatura para siempre:
Mary Shelley, Frankenstein
Jane Austen, Orgullo y Prejuicio
Walter Scott, Ivanhoe
Edgar Allan Poe, “La caída de la casa Usher”
Fiodor Dostoievski, Crimen y castigo
Jules Verne, La vuelta al mundo en 80 días
Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata
Oscar Wilde, El retrato de Dorian Grey
Bram Stoker, Drácula
H. G. Wells, La Guerra de los mundos
Será un verdadero atracón literario y, sobre todo, una magnífica charla entre amigos lectores sobre el mayor regalo que la vida nos ha dado: los libros. Además de sus asistentes regulares, el círculo de lectura tiene las puertas abiertas a nuevos integrantes, para todo el año y también para lecturas escogidas. En sus marcas, listos, ¡fuera!