Por Nancy Soriano1

Aún faltan quince minutos para las dos. Piensa en dar una vuelta más para cumplir con su caminata diaria, pero no, no hay tiempo, tiene que irse de ahí.
Sale apresurado del parque y se dirige a la esquina de su calle. Pronto saldrá María. Tiene que hablar con ella, ya no puede esperar un día más.
A lo lejos ve a los primeros niños salir. Agitado, camina lo más rápido que puede. En la entrada observa muchos rostros, pero en ninguno de ellos reconoce esa mirada tierna, esa sonrisa sincera. La puerta de la escuela se cierra y no hay señales de María.
Eduardo se pregunta, qué ha pasado, seguirá dentro, repasa una y otra vez la rutina en su cabeza; ella tenía que salir del jardín de niños, saludarlo o platicar con él un rato, después, dirigirse a un restaurante para comprar comida; ir a un puesto de periódicos para ayudar a un anciano a cerrar su negocio. Y en algunas ocasiones quedarse a platicar con su vecina antes de entrar a casa.
No podía pasarle esto ahora, no hoy, no cuando por fin le diría lo que siente por ella.
De repente, se abre la puerta de la escuela y sale María. Sí, es ella, inconfundible, la única, la razón de su existencia, pero no va sola, no, está acompañada de Rodrigo.
A Eduardo le entra una desesperación, una rabia interna, qué hace Rodrigo ahí. Él tenía que estar de viaje. Maldice una y otra vez su presencia. Aunque sabe que gracias a él conoció a María.
Aún recuerda esa gran fiesta de fin de año. El jefe del periódico El Hoy los felicitaba a todos por su gran trabajo editorial cuando vio entrar a su mejor amigo, Rodrigo. Con una mujer alta, delgada, de ojos brillantes y profundos, que presentó a todos como su prometida.
Toda esa noche se la pasaron horas y horas platicando, su sencillez al hablar y su amabilidad eran rasgos que la distinguían. Después de coincidir en varias reuniones, Eduardo quedó enganchado de ella. Su decisión de rentar un departamento carísimo, cerca de la casa de su amigo, valía cada maldito centavo con tal de verla.
Una voz conocida lo saca de sus pensamientos. Rodrigo levanta la mano y le hace un gesto de saludo. Eduardo se hace el despistado y después, como si apenas los hubiera visto, regresa el saludo.
Cuando vuelve a su departamento, Eduardo se reprocha no haber previsto cada detalle, se la pasa recordando lo sucedido. Esa noche no logra dormir, el recuerdo de Rodrigo sosteniendo la mano de María lo enfurece.
A la mañana siguiente, Eduardo sigue con su diálogo interno, ya no puede con esta situación y decide hacer algo para estar con ella.
—Por fin lo haré. La acariciaré, la tendré entre mis brazos y la dejaré sin el más mínimo aliento.
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Estás loco? No te dejaré hacerlo.
—Tú no me lo impedirás porque ambos lo deseamos.
—¡No! Yo no puedo hacerlo.
—No te preocupes, el único que la tocará y sentirá seré yo. Tú no formaras parte de esto.
Eduardo voltea a ver el reloj y se levanta de la cama, comienza a caminar de un lado a otro, conversando en voz alta consigo mismo. Se dirige hacia la ventana que da al exterior de la calle, sus ojos la recorren por completo como si estuviera buscando algo. Fija la mirada en el restaurante donde María suele comprar su comida. Se queda inmóvil mientras se abre la puerta de este; da un paso atrás. Sabe que ella ha salido y que es el momento de hacerlo. No espera ni un minuto más. Sale del departamento y se dirige a la casa de María. Pasa rápidamente por el restaurante y da vuelta en la esquina. En todo el camino no se encuentra con ninguna persona. Mejor para él. Se detiene frente a una casa pequeña y toca la puerta. Escucha unos pasos acercándose.
—¿Quién es?
—Soy yo, María. Eduardo.
—¡Eduardo! ¿Pasa algo?
—No, solo quiero hablar contigo.
Se abre la puerta y ahí está ella. Al verla su corazón late con lentitud como tratando de contenerse. María lo invita a pasar. Eduardo duda un poco, pero finalmente entra en la habitación. La puerta está cerrada. Ya no hay manera de escapar.
—Pero siéntate. ¿Quieres algo de tomar?
—Un poco de café no estaría nada mal.
Su rostro comienza a sudar.
—¿Te sientes bien? Te veo un poco pálido.
—Sí… sí… Lo que pasa es que no he podido dormir últimamente.
Hay un momento de silencio y Eduardo reanuda la plática.
—María, ¿dónde está Rodrigo?
—De viaje por el trabajo. ¿No te dijo? ¿Venías a buscarlo?
—¡No! Solo quería hablar contigo.
Ambos callan.
María prepara el café. La mirada de Eduardo se centra en las manos de María: sus movimientos suaves y delicados. El vaivén de sus caderas al moverse de un lado a otro de la cocina lo pone nervioso. Se imagina cómo sería sentir ese cuerpo sobre el suyo. María deja el café en la mesa de la sala y se sienta junto a él.
Pero él ya no se encuentra ahí, solo está su cuerpo. La vigila. Sigue cada uno de sus movimientos, como una bestia esperando el momento de lanzarse sobre su presa. El aroma a cítricos que desprende el perfume de ella deleita sus sentidos. María observa su rostro y siente temor. Su mirada fija y penetrante la ponen inquieta.
María sabe que algo no está bien y le pide a Eduardo que se vaya. El corazón de Eduardo deja de contenerse; late más rápido. Se acerca a María, la toma entre sus brazos y la besa. María se resiste, forcejea, pero hay algo en ella que también lo desea. Cede. Sus prendas se deslizan y caen al suelo. Las manos de Eduardo acarician su piel, sus labios besan cada parte de su cuerpo recorriendo una y otra vez su vientre.
Eduardo aún no está satisfecho, necesita más. Necesita poseerla completamente. Una sensación desgarradora lo invade por completo. Sabe lo que tiene qué hacer.
La taza cae al suelo y el aroma a café los envuelve. Eduardo se da cuenta de que es el momento indicado. Penetra lentamente el cuerpo de María obligándola a soltar un quejido. El calor del café se confunde con el de sus cuerpos.
Eduardo se desprende de los brazos de María. Permanece en el sillón mientras disfruta los últimos minutos de deseo que sentirá por ella. Delgados rayos de sol entran en la habitación y dibujan la silueta de María, su cabello largo y rizado, su tez blanca, cada vez más pálida y sus ojos cafés claro. Eduardo se levanta del sillón y se acerca a ella, la contempla y saca el cuchillo de su vientre, dejando el cuerpo de María en el suelo. El cuerpo y la mente de Eduardo ya son uno solo.
- Este texto es uno de los resultados del taller Hacerle al cuento, en el que nos sumergimos en este género literario para crear nuevas historias y personajes. La entrega final consistió en un cuento completo y “Placer de la agonía”, de Nancy Soriano, fue seleccionado como uno de los tres mejores. Espera la publicación de los otros ganadores en las siguientes semanas. Mientras tanto, puedes conocer más sobre los cursos y talleres aquí.
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