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¿A qué rayos se dedica un historiador?

Con el paso del tiempo, los historiadores terminan por resignarse a ser vistos por sus amigos como enciclopedias con patas; como entes que albergan en su mente y en su vientre una infinita cantidad de nombres, fechas, lugares, causas y consecuencias; como inteligencias listas para pronunciar cualquier dato duro que se les pida. En realidad, la memoria no es más que una capacidad necesaria para el historiador, pero su verdadero trabajo es el análisis de los datos, la interpretación de los vestigios que la historia ha dejado y el entendimiento del ser humano en otras épocas y, sobre todo, en el presente. Desde hace años pienso que la mayor deuda que las profesiones poco conocidas tienen con el resto de la sociedad es permitirle acceder a su trabajo, contarle qué estudia, cómo lo hace, por qué y para qué. Por eso, tomo este 12 de septiembre, Día del historiador en México, como pretexto para compartir de forma breve y simple a qué rayos se dedica un historiador, sin entrar a las espinosas discusiones que los conceptos más básicos de este quehacer despiertan siempre en el gremio de la musa Clío.

Habrá que comenzar por preguntarnos qué es la Historia. Marc Bloch la definió como la ciencia que estudia al ser humano en el tiempo. Repito: el tiempo, no el pasado. Esto es fundamental porque ¿para qué estudiaría alguien el pasado? Podría hacerlo, como aficionado, para contar con un infinito repertorio de datos curiosos que no sirven para nada más que para abrir la plática un buen domingo durante el desayuno. O podría hacerlo, como los historiadores, para entender el camino que ha transitado el ser humano hasta llegar a donde está ahora. Los historiadores estudiamos el pasado, sí, pero porque estudiamos el presente y este no se puede entender sin aquel. R. G. Collingwood escribió:

Conocerse a sí mismo significa conocer lo que se puede hacer, y puesto que nadie sabe lo que puede hacer hasta que lo intenta, la única pista para saber lo que puede hacer el ser humano es averiguar lo que ha hecho. El valor de la historia, por consiguiente, consiste en que nos enseña lo que el ser humano ha hecho, en ese sentido lo que es el ser humano.

Si no estuviera anclada al presente, la Historia como disciplina no tendría ningún sentido, sería una mera interpretación de datos destinados a saciar la curiosidad sobre otras épocas. Y esto va mucho más allá del tan conocido “hay que estudiar la historia para no repetir los mismos errores”. La Historia se encarga de detectar los cambios y las permanencias en la larga duración, es decir, no en lo que dura una vida humana o una coyuntura, sino en el tiempo que se extiende una cultura, todo el tiempo a lo largo del cual el ser humano se relaciona con su medio de una misma manera. ¿Qué es lo que permanece inmutable a lo largo de la época del Imperio romano? ¿Qué es lo que cambia constantemente en la Edad Media? ¿Por qué algunas cosas se mantienen estáticas y otras nacen y fallecen con asombrosa rapidez en el siglo XIX mexicano? Eso nos habla no solo de los romanos, de los europeos medievales o de los mexicanos decimonónicos, sino también de todos los seres humanos, incluidos nosotros.

Y es que todo fenómeno histórico está asociado a otros. Para entender la guerra entre Rusia y Ucrania que se vive hoy, es necesario partir de la formación de la URSS a principios de los 1900 y pasar por el Pacto de Varsovia y la OTAN a mediados del siglo. Para hacernos una idea de cómo enfrentar una pandemia, es útil repasar lo que se ha hecho en ocasiones similares. Para comprender el actual modelo político de México, es menester volver la mirada a los sexenios anteriores.

Y entonces, ¿qué rayos hace el historiador? Este profesional es formado para adquirir los conocimientos mínimos necesarios para moverse en cualquier época y región, entendiendo las particularidades de cada una. Y, sobre todo, es formado para hacerse de la sensibilidad y las destrezas necesarias para adentrarse con mayor detalle en cualquiera de ellas cuando lo necesite. Por eso, la tan común pregunta “¿Tú estudias Historia de México o Historia universal?” carece de sentido. El historiador estudia la historia y ya está. Es cierto que la vida lo lleva a especializarse en determinados espacios geográficos y épocas, pero ante todo es un historiador capaz de sumergirse, entender e interpretar cualquiera de ellos.

En estas últimas palabras hay un término clave: el significado del verbo interpretar. “¿Qué hay que interpretar”, podrá preguntarse cualquiera, “si la Historia es una y ya está escrita?” Claro que la Historia es una, pero, en primer lugar, no siempre está escrita y, en segundo, lo que se escribe de la Historia no es exactamente la Historia, sino solo su representación. ¿Acaso el recuento que quien lee esto hace de su día es exactamente el día con todos sus detalles? ¿Acaso dos personas involucradas en un mismo hecho lo relatan de la misma manera? Hágase el siguiente ejercicio de imaginación: ¿los soldados de Hernán Cortés habrán descrito la conquista de México-Tenochtitlan de la misma forma que los guerreros mexicas? Unos y otros contaron su historia. ¿Qué es real? ¿Qué fue inventado? ¿Qué callaron y por qué lo hicieron? Eso es lo que el historiador interpreta. ¿Y cómo lo hace? A través de las fuentes, es decir, los vestigios que ha dejado el pasado: documentos oficiales, cartas, diarios, música, pinturas, literatura, edificios… todo aquel lugar donde el ser humano haya dejado su huella.

Volvemos: ¿entonces qué rayos hace un historiador? Cuando el presente lo exige —y créanme, lo exige minuto a minuto—, interpreta el pasado para aportar una mirada informada y amplia a su propia época. ¿Y cómo lo hacemos? Investigamos constantemente, nos especializamos en ciertas materias y compartimos nuestros resultados, interpretaciones y opiniones a través de distintas plataformas: libros, artículos en revistas especializadas, entrevistas, programas en medios, conferencias académicas y de divulgación. Y, asimismo, los historiadores también escribimos libros de texto para los alumnos, cargados de nuestra propia interpretación; libros que buscan ayudarlos a complejizar su propia realidad. Y somos docentes en distintos niveles educativos para fomentar el pensamiento crítico. Y trabajamos en archivos donde otros historiadores podrán encontrar fuentes para sus investigaciones. Y participamos en la organización de exposiciones en museos abiertos a todo público. Y escribimos novelas históricas y hasta asesoramos películas y series de televisión, porque no podemos negar que el relato de la Historia también es fuente de entretenimiento. Y asesoramos políticos para que sepan lo que dicen y lo que hacen. Todo esto, por supuesto, lo hace el historiador que tiene la posibilidad de realmente dedicarse a la Historia, lo cual —hay que decirlo— no es común dentro de la realidad laboral que vivimos. Pero sí, eso y más hace un historiador y por eso su participación en tantos ámbitos es vital y necesaria para la sociedad.

Hace muy pocos días, conversé con Belén Zuazúa, amiga íntima española e historiadora del arte. De alguna forma, llegamos a hablar sobre algo que nos ocurre a ambos y probablemente a todos los historiadores y, me atrevo a decir, a todos los humanistas: con una impresionante frecuencia, en cualquier conversación nos tornamos abogados del diablo, cuestionamos todo lo que escuchamos de nuestro interlocutor y le ofrecemos —a veces en tono francamente retador— muchas otras posibilidades de interpretación. En resumidas cuentas, nunca estamos de acuerdo y siempre estamos proponiendo otras opciones. “Debe ser castrante para los otros”, le dije a Belén; “creo que dejaré de hacerlo”. Pero ella me hizo ver el por qué: como humanistas, estamos formados para ver el actuar humano como un fenómeno realmente complejo, como enormes granadas que llevan en su interior una cantidad inimaginable de materiales explosivos. Las cosas nunca son tan fáciles, todo está relacionado, las coyunturas no suceden porque sí, nada surge de la nada, el humano no es un ser pasivo sino un agente, la política se vincula con la cultura y viceversa, la economía no va por su propio camino, los militares también son personas de carne y hueso, hombres y mujeres están sujetos a estructuras de pensamiento… Por eso, cuando alguna persona se refiere a un hecho cualquiera con tremenda simplicidad, nosotros quedamos patidifusos y solemos saltar al ruedo, tal vez no a escupir la verdad —nosotros no la sabemos, quizá nadie—, pero sí a complejizar el asunto, a invitar al otro a considerar que el hecho al que se refiere tiene muchas más capas que analizar antes de emitir una opinión al respecto. Y esa invitación no es sino una exhortación a entender mejor, a dar al asunto la importancia que merece y, por lo tanto, a encontrarle una respuesta que esté a su altura.

Los historiadores, pues, nos dedicamos a hacer ver —a nosotros mismos, a los colegas y a los no historiadores— la complejidad de la realidad humana y la necesidad de estudiarla con detalle para comprenderla y ser capaces de tomar las mejores decisiones. La cosa, como expresó Roger Chartier en 2020, no es predecir el futuro —como a veces también se nos pide que lo hagamos—, sino tender ante la sociedad las posibilidades de futuro que tenemos y coadyuvar a transitar el mejor camino.

Una crónica de la gran amenaza de nuestros tiempos

I have nothing to offer but blood, toil, tears and sweat.

Winston Churchill, primer ministro británico

Crónica de una pandemia empezó en marzo como un proyecto demasiado ambicioso y con un puñado de colaboradores. Hoy, nuestro equipo cuenta con 40 personas en varios países del mundo y somos el proyecto que lleva la crónica más minuciosa del desarrollo de la pandemia de covid-19.

Detrás de cada nota periodística, testimonio, fuente histórica y fake news que registramos, hay un equipo de humanistas voluntarios que dan todo diariamente por preservar las fuentes de este fenómeno y crear un archivo histórico que pueda ser consultado en un futuro muy cercano. No es fácil: los periódicos cada vez publican menos información sobre la pandemia; las fuentes no se encuentran a simple vista y hay que hurgar en rincones ocultos; la gente ya regresa a sus actividades y no tiene el tiempo que quisiera para contar sus experiencias. Pero la creatividad, el ingenio y la perseverancia de nuestro equipo logra desenterrar lo que buscamos, aquello que ya está siendo de utilidad para estudiar este fenómeno histórico.

A esa determinación hay que agregar la entrega, pues todos los miembros de este proyecto somos voluntarios: coordinadores, cronistas, community manager y diseñadores. Lo que nos mueve es el deseo de facilitar el análisis de la pandemia para entender, en última instancia, el actuar de los individuos y entendernos así como humanidad.

De la misma forma, el apoyo de los medios ha sido fundamental para llegar a donde estamos, más lejos incluso de lo que nos permiten nuestras propias redes sociales. Hemos tenido entrevistas en televisión, por ejemplo, en La UNAM responde, programa que se ha consolidado como uno de los de mayor importancia en relación con la pandemia en México. Allende los mares, el portal español de slow journalism Nudo Media publicó una nota acerca de nosotros y gracias a radiodifusoras por internet como Art of Sound nuestro proyecto ha llegado a escuchas de todo el mundo. Gracias a estos y todos los medios que han puesto sus micrófonos al servicio de esta causa. Su cobertura nos permite llegar a más personas y así escuchar el testimonio de todas las voces que quieren contar su experiencia. Porque la historia no la hacen sólo los grandes personajes: la historia la hacemos todos. Y por complicado que resulte registrar todas las voces posibles, el esfuerzo bien lo vale. Sólo así tendremos un rompecabezas completo de esto que vivimos.

¿Cuánto más seguiremos? Es tan difícil como decir cuándo terminará la pandemia y cuándo se detendrán sus consecuencias. No lo sabemos, pero mientras tanto, redoblaremos esfuerzos y diremos lo que Winston Churchill cuando asumió el liderazgo de Inglaterra en 1940, momento en que el mundo enfrentaba una de las amenazas más terribles de la historia: diremos que no tenemos nada que ofrecer más que sangre, trabajo, lágrimas y sudor. Y todo aquel que esté dispuesto a ofrecerlo con nosotros, sea bienvenido.

El futuro que queremos, no el que tendremos

No se trata de formular profecías, ya que el futuro no está dado ni es inexorable. Por el contrario, debemos explorar y entender lo que afecta a la sociedad para descubrir posibilidades, elegir la mejor y emprender acciones para alcanzarla. Tal explicó el historiador Roger Chartier en una conferencia que nos da bastante en qué pensar.

            Hoy por hoy, se publica una ingente cantidad de textos en torno a qué sucederá próximamente en el mundo: cómo será la nueva vida, cuál será la normalidad, qué ganaremos y qué perderemos. Pareciera que todo es muy claro: por ejemplo, que ya nadie más trabajará en una oficina porque las empresas se han percatado de que el rendimiento de los trabajadores es mayor si están en su hogar; o que ya no existirán tiendas físicas porque ahora todos saben que pueden pedir cualquier producto por internet y recibirlo en su domicilio. Pero ante ese mar de especulaciones superficiales, ideadas a botepronto quizá como producto de la “desaforada esperanza” (como diría Borges), conviene pensar no en cuál será el futuro, como si se hubiera fijado de antemano al estilo de las profecías que regían el pensamiento mítico, sino en cuál queremos que sea el futuro.

            Este año, la Feria Internacional del Libro de Bogotá se llevó a cabo de manera virtual. Las decenas de conferencias planeadas con tantos meses de anticipación no se suspendieron por la pandemia, sino que se trasladaron a Facebook Live. La charla inaugural estuvo a cargo de Roger Chartier, historiador francés que ha dedicado su carrera a estudiar la historia de los libros, de la literatura y de la lectura. Chartier comenzó por declarar que ahora mismo la tecnología facilita que un buen número de actividades continúe en marcha: gracias a los libros electrónicos, seguimos leyendo; gracias a las plataformas de streaming, podemos verlo a él desde cualquier lugar del mundo. Pero, recalcó, es esencial entender que estas alternativas son sustitutos y de ninguna manera equivalentes.

Ilustración de Jorge Mendoza para la novela La conquista de la tecnología.

            Dentro de muy poco tiempo, cuando la pandemia por el COVID-19 sea superada, el mundo podrá elegir entre dos opciones: 1) adoptar las medidas de emergencia (por ejemplo, las conferencias virtuales) como las nuevas acciones ordinarias o 2) volver a las prácticas anteriores a la pandemia. Parece obvio, pero implica demasiado. De inclinarse por la primera, mucho podría sacrificarse. Contra ello, Chartier expresa categóricamente que no podemos perder la materialidad ni la sociabilidad.

            Pensemos en todo aquello que, solo en la esfera de los libros, podría quedar en el olvido. El júbilo de asistir a la presentación de un libro largamente ansiado, de hacer fila para que el autor firme tu volumen, de leer la dedicatoria quizá sin entender la letra del escritor. Las emociones al momento de comentar un libro recién leído en un círculo de lectura, ya sea que lo hayamos amado u odiado. Pasear por los corredores de una librería como quien navega entre olas de libros, naufragar hasta una sección no esperada y hallar un volumen que puede terminar entre nuestros favoritos. Entablar una conversación con un librero, un amigo o un maestro con el único fin de preguntar por recomendaciones para nuevas lecturas.

            ¿Estamos dispuestos a perder todo ello? ¿Qué estamos dispuestos a hacer para mantener y, por el contrario, hacer de todo ello algo aún más gozoso? “Un mundo sin librerías, sin ferias de libro, sin el libro impreso sería un mundo triste”, dice Chartier. No podemos menos que estar de acuerdo. Y por ello, en lugar de resignarnos a lo que parece ser el futuro de los libros y de los lectores, más vale ir pensando en cómo lograr el futuro que queremos para ellos y para nosotros. ¿Y tú qué opinas?