Destino

Por Germán Troconis Trens1

Siempre me he preguntado acerca del destino. ¿Ya tenemos predeterminada la vida o todo es una serie de eventos inconexos que no tienen ninguna relación entre sí? Todo esto lo reflexionaba una mañana al tomar el primer café del día en la sala de descanso de médicos. Con las noticias del televisor me vine a enterar de lo acaecido a una mujer que había atendido en el hospital apenas unos días antes. El desenlace que visualicé me hizo sentir culpable por no haber sospechado que algo así podría haber sucedido. Yo estuve ahí, participé activamente en el desarrollo de los eventos y, debido a mi inexperiencia y falta de visión, no pude prever el resultado. Esta es la historia que voy a compartir con ustedes para dejar de cargar con su culpa. 

En la escuela siempre nos dijeron que la Medicina no solo es una ciencia, sino que entraña una especie de arte; que la práctica siempre será clave para el desarrollo exitoso de nuestras labores. La teoría es necesaria pero, por encima de eso, en el doctor debe desarrollarse cierto sentido intuitivo que es realmente misterioso. Es algo así como el aura que algunos le ven a los médicos, eso que permite que digan “Nada más lo vi y ya me siento mejor, doctor”. Fanfarronadas, piensan algunos, pero después de que les cuente lo sucedido tendrán otra opinión. 

Y es que ya dije que no solo soy testigo ocular del evento, sino participante activo. ¿Destino? ¿Concatenación desafortunada de eventos? Juzguen ustedes.

Era el primer día de actividades hospitalarias en aquella vigorosa y joven ciudad, que prometía mucho tanto a sus pobladores como a nosotros, 12 jóvenes médicos recién graduados. En ese entonces, Ensenada ya era más que un pueblo; ahora se abría paso por la pujante península con el deseo de llegar a ostentar los estándares que las ciudades gringas tenían en su haber. Sin embargo, el encanto del mar, los pescadores que recogían sus redes al finalizar la faena y el conformismo que flotaba en su ambiente eran rasgos ostensibles. La vida se vivía en el presente; el mañana sería otro cantar. Estaba en manos de Dios. Esto dejaba ver profundos contrastes, pues la incipiente economía de la clase media que perseguía mejores condiciones de vida se estrellaba contra la resignación ancestral de los pobladores de este pueblo pesquero. Podías ver relucientes tiendas donde se vendían donas glaseadas con café y enfrente carritos donde el platillo único y típico era el fish taco.

Así llegamos a esta ciudad que nos esperaba con los brazos abiertos, pero con grandes carencias en los servicios sanitarios, los cuales se encontraban totalmente desbordados. Y ahí estábamos, jóvenes médicos haciendo su internado antes de graduarse más que dispuestos a adquirir las habilidades prácticas que la ciencia médica nos había negado en las aulas. Algunos teníamos hambre de ensayar lo aprendido a pesar de los riesgos que pudiera significar para los pacientes esa falta de pericia. Otros lo que querían era divertirse, conocer mundo, incluso enrolarse con alguna bonita enfermera, pues la fama de las mujeres del lugar se había extendido. Sabíamos que Ensenada era toda una cantera de mujeres hermosas de ojos claros, piel tersa y costumbres relajadas. Muchos habían escogido Baja California por ser el punto más distante de la Ciudad de México; así podrían romper el cordón umbilical que los unía a sus familias. Otros lo hicimos porque sabíamos muy bien de la fama que reinaba en ese lugar en cuanto a la práctica extrahospitalaria que se vivía ahí: la vida nocturna, el frecuente paso por la frontera. La pura ciudad tenía en sí su encanto, pues al acercarnos a los muelles podíamos vivir un poco la vida de los pescadores, marineros y demás personal que se relacionaba con todo lo que sucedía en las costas y el mar.

De estos 12 médicos, muy pocos nos conocíamos; en general todos éramos auténticos desconocidos. Uno de ellos, el más desenfadado e indiferente, era Rolando. Iba por la vida diciendo que las cosas seguirían el curso que ya estaba predestinado y que por tanto no valía la pena esforzarse ni apanicarse por nada. A menudo decía: “Cuando te toca, aunque te quites; cuando no, aunque te pongas”. Pero la frase célebre con la que supuestamente resolvía todos los problemas era otra, de apenas cuatro palabras: “Todo está bajo control”.

El primer día de hospital, se realizó la repartición de servicios y guardias. Me tocó Rolando de pareja: como sendos policías, uno cubriendo las espaldas del otro. Yo más bien pensaba que cubriendo las deficiencias de ambos. Nos habían asignado la Tococirugía, que es el lugar donde se vigilan y atienden los partos. Como en todos los servicios, existían peculiaridades. Para nuestro asombro, este era guapachoso: música tropical, chistes colorados, ambiente distendido. Así disminuía el estrés que siempre se respiraba, pues a menudo había muchas pacientes, gritos, carreras por evitar que el nacimiento de un bebé nos ganara, llamadas para conseguir sangre y reparar las pérdidas por hemorragias agudas, etcétera.

En esas estábamos un día con nuestras dos enfermeras de turno, Elvia y Rosario, cuando oímos llamar a la puerta. Rolando la abrió sin prisa. ¿Cuál no sería nuestra sorpresa al encontrar a una descomunal mujer en estado gestante avanzado que solicitaba consulta pues sentía que el chamaco quería ya salir? Recuerdo que lo que más me llamó la atención fueron sus pobladas cejas y arcos superciliares abombados, que dejaban sus diminutos ojos ocultos en dos pequeños nichos que eran las órbitas. “¿De dónde habrá salido esta mujer?”, me pregunté. “Su aspecto es totalmente simiesco”. Sin estar muy seguros, la pasamos al cubículo de interrogatorio y empezamos a realizar su historia clínica. Pura teoría, preguntas y preguntas que poca utilidad tenían. 

 Durante el interrogatorio me llamó la atención lo escuetas que eran sus respuestas y a veces incluso contradictorias. No mostraban esa singular felicidad de la embarazada a punto de terminar esta etapa y conocer ya a su bebé. Finalmente llegó el temido momento de la exploración. Muy diligente, Rosario la pasó a la mesa de exploración ayudándole a ponerse la famosísima bata de hospital, “con la abertura para atrás”. Yo no me sentía ni remotamente capaz de explorarla, pero Rolando con su habitual desenfado dijo que él lo haría. Procedió entonces al temido tacto vaginal. Después de unos momentos, cuando yo esperaba el informe para anotarlo en el expediente, pronunció su veredicto final:

—Calientito y viscoso.

—¡No seas imbécil! —le dije—. Eso no nos dice nada. Te parece que pongamos “Útero gestante ocupado con un producto”… Supongo que viene de cabeza, ¿no? 

—Sí, creo que sí.

—Entonces “en posición cefálica, en trabajo de parto” —completé mientras anotaba en el expediente—. Y le ponemos “Cinco centímetros de dilatación”.

—Pues sí, ponle así, para poder ingresarla y ya aquí la vamos cuidando.

—La paciente se queda en Labor —dije yo mirando a las enfermeras con gran seguridad.

—¿Seguro? —me preguntaron ambas al unísono.

 Desde la llegada de Emma (ese era el nombre de la paciente), Elvia y Rosario nos veían divertidas sin pronunciar una sola palabra. 

—Doctores, recuerden que Labor solo tiene dos camas y, si las ocupan todas innecesariamente, no podrán aceptar urgencias reales que nos lleguen más tarde. 

Incómodo momento, pero ya era muy tarde y el orgullo nos impedía echarnos para atrás.

—Se queda —dije firme.

Finalmente Emma fue ingresada. Sin embargo, Trabajo Social nos comunicó que habían detectado algunas irregularidades en su número de seguridad social, pues al parecer estaba inactivo por falta de aporte en sus cuotas obrero-patronales. Pero esos eran problemas administrativos que a nosotros no nos competían. Así pues, se quedó y ahí empezó nuestro vía crucis.

El desarrollo de un trabajo de parto es toda una experiencia. En ella ocurren diferentes procesos que van impactando en la psique de la mujer que los padece y del personal médico a su alrededor. Es cansado, tenso y a veces monótono, pero es cuando pueden ocurrir un sinfín de complicaciones como el sangrado o la disminución de los latidos cardíacos del bebe. El médico debe detectar de manera oportuna esas complicaciones para actuar en consecuencia. Fue en esos momentos que noté que cada vez que me acercaba a Emma, sentía una especie de vacío, algo que me desasosegaba y me dejaba preocupado. Ella hablaba poco y se quejaba menos a pesar de que nosotros detectábamos el dolor que le producían las contracciones, cada vez más violentas y continuas. 

—¿Tienes dolor? —le preguntaba continuamente.

Solo me contestaba:

—Algo. 

—¿Quieres que te ponga algo?

—Si quiere —me respondía.

Fueron pasando las horas. Nos permitíamos el lujo de revisarla a través de un tacto cada hora para irnos familiarizando con la evolución del proceso. Sin embargo, se seguía sintiendo “caliente y viscoso”, con cambios mínimos.

Fue hasta después de seis horas de estarla cuidando que ocurrió un evento para el que ya habíamos perdido esperanza: “rompió aguas”, es decir, la bolsa que contenía el líquido amniótico se rompió. Sabíamos que eso precipitaría las contracciones y el proceso de expulsión del bebé.

Pero no fue inmediato. Luego de más de 10 horas en Labor, entramos en el periodo expulsivo. Ese sí fue rápido: sin ningún medio analgésico, ¡recibimos un enorme bebé de casi 5 kilos! Inmediatamente se lo pusimos en el pecho a Emma, pero ella se mostró indiferente. Lo apartó con brusquedad.

De pronto, descubrimos una enorme mancha roja que se extendía por el suelo a una velocidad vertiginosa. Era la temida hemorragia. Debíamos acelerar la extracción de la placenta, pues, si no lo hacíamos, se quedaría atrapada al cerrarse el cuello uterino. Jalamos el cordón umbilical violentamente, pero lo único que logró esta acción fue romper la delicada estructura. Perdimos la tracción natural que podíamos ejercer sobre la placenta y, en lugar de sacarla completa y de un tirón, tuvimos que sacar pedazo a pedazo hasta que logramos extraerla por completo.

Después de este susto, nos percatamos de los destrozos en los tejidos que había producido el paso del bebé de casi 5 kilogramos. Se nos cayó el alma al suelo. 

—¿Qué vamos a hacer, Rolando? —le pregunté al ver todo aquello. 

—No sé. ¿Traes tu libro?

—¡Ahí no viene cómo solucionar esto!

—Tranquilo, hermano. Todo está bajo control. Iremos suturando y pegando como podamos. Ya verás. Alguien lo tuvo que hacer una primera vez. 

Poco a poco, la calma volvió a nosotros. Con paciencia, pudimos unir tejidos que macroscópicamente hallábamos similares tanto en color como en textura y disposición. Transcurrió una eternidad. Dejamos de sentir espalda y asentaderas. Pero terminamos.

Para ese momento, el bebé ya había desaparecido, pues se lo habían llevado a los cuneros. Los cuidados posteriores de la paciente requirieron grandes dosis de antibióticos, transfusiones y una serie de curaciones para evitar que se extendiera la infección potencial que nos preocupaba.

A lo largo de los días siguientes, Emma nos recibía con pocas palabras, cortante y sin emoción.

—¿Otra vez aquí?

—¿De nuevo la curación?

Cuando estaba más animada, exclamaba:

—¡Otra vez el par de burros!

Seguía sin demostrar ningún sentimiento. Ni desacuerdo ni enojo ni alegría. Solo una sensación de hartazgo por todo. Lo peor llegó cuando le llevaron por primera vez a su bebé. Reclamó que ese niño no era el suyo. Se armó tremendo rifirrafe. Sin embargo, por las características macrosómicas del bebé (nada más y nada menos que 5 kilos 150 gramos), no había lugar a dudas. Las personas de Trabajo Social intentaron ayudarnos sin éxito, ya que Emma no simpatizaba con ellas. Ni con ellas ni con nadie. 

Finalmente lo logramos. Aunque inconforme y rezongando, la dimos de alta y se llevó a su bebé, a quien no había querido ponerle nombre. 

Poco tiempo después, tres días para ser exactos, tomándome el primer café en la sala de descanso de médicos, me enteré de las noticias a través de la televisión. Una mujer había enloquecido por el llanto de un bebé desconocido para ella. Frente a un indolente padre que dormía la mona, había golpeado al niño con un rodillo de amasar. Después, le había prendido fuego a la humilde morada. La conductora del programa mostraba imágenes de un caserío humeante con los bomberos aún haciendo su trabajo, removiendo material potencialmente inflamable y buscando más víctimas. La reportera pudo sacarle un par de respuestas a la enorme mujer, que decía que había tenido que quemar todo porque —aún después de los golpes— el llanto y los gritos del bebé seguían retumbado en sus oídos. El reportaje terminaba con una entrevista a los paramédicos, quienes habían reconocido a la detenida: una paciente que se había escapado del manicomio hacía más de un año. Por la falta de medicación, la esquizofrenia que padecía se había desarrollado ferozmente.

Y entonces las piezas de ese rompecabezas empezaron a embonar. Habíamos estado frente a una esquizofrénica funcional que iba por el mundo sobreviviéndolo, adaptándose. Pero, ante un cúmulo de factores inmanejables para ella, se derramó el vaso y sobrevino el ataque agudo con las consecuencias ya conocidas. Todos aquellos pequeños detalles que no entendíamos en su momento —la abulia, las reacciones violentas, incluso el impago de sus cuotas— debían habernos alertado de que había algo más en juego en esta triste historia.

¿Falta de pericia e inmadurez? ¿O destino? Juzguen ustedes.

  1. Este texto es uno de los resultados del taller Hacerle al cuento, en el que nos sumergimos en este género literario para crear nuevas historias y personajes. La entrega final consistió en un cuento completo, como lo es “Destino”, de Germán Troconis Trens. Puedes conocer más sobre los cursos y talleres aquí. ↩︎

2 comentarios en “Destino

  1. Hermoso cuento, no puedo ser objetiva porque hay un sesgo emocional en mi, el recuerdo del maravillos año de internado en Ensenada, sin embargo, la forma de escribir me parece que cumple con el objetivo que, a mi parecer, tiene todo escritor: transmitir los sentimientos de los protagonistas. Felicitaciones al alumno y profesor de este taller. Abrazos a los dos.

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