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Deja de decir que no tienes tiempo para leer y admite que no te haces el tiempo para ello

Pintura de Newell Convers Wyeth

En ocasiones me siento como un fraile, uno que se desvive por llevar no la palabra de Dios, sino el evangelio de la literatura hasta el último rincón de la Tierra. Constantemente converso con amigos y conocidos sobre el acto de leer. Algunos son apasionados y la conversación se da naturalmente. De un momento a otro, ya estamos hablando sobre nuestros autores y obras favoritos. Otros son lectores nuevos o no tan entusiastas, pero siempre hay un libro en común del que podemos hablar. Sin embargo, hay cierta clase de personas que se rehúsa a todo intento de ser bautizada: quienes dicen que no tienen tiempo de leer. Lo entiendo, porque a mí también me pasó en cierta etapa, pero el tiempo me ha hecho ver que esa frase es una enorme mentira.

Con paciencia franciscana, yo intento escuchar las razones por las que aquellas personas no leen. El trabajo es la más común. “Pf, estoy hasta el tope de trabajo; no me da tiempo de nada”. Otros hablan de la familia, sobre todo quienes tienen hijos pequeños. Y luego están los que tienen más pasatiempos que dedos, que brincan de un lado al otro en un mismo día para llegar a la clase de boxeo y después a la de pintura y al final a la de cocina. Pero para leer no, para eso no tienen tiempo. Aunque, como dicen ellos, “cómo quisieran tenerlo”.

Séneca declaraba que el único dueño de nuestro tiempo somos nosotros mismos y que, dentro de cierto margen, somos capaces de elegir a qué lo destinamos. Haciendo a un lado las obligaciones de las que no podemos librarnos de ninguna forma (incluyendo el tiempo que dedicamos a nuestras relaciones como la familia, la pareja y los hijos), a todos nos queda una buena cantidad de tiempo al día. Sí, bastante buena si hacemos las matemáticas. Y podemos decidir qué hacer con ella. La primera elección quizá sea si se la dedicamos a otros o a nosotros mismos. ¿Seguir trabajando, salir con amigos, hablar por teléfono, escribir por WhatsApp? ¿O mejor hacer algo que nos llene a nosotros mismos? Lo que sea, pero para nosotros: hacer ejercicio, dar un paseo, cantar, pintar, ver una película…

Es cierto que muchas veces, ya que dimos el primer paso de decidir darnos nuestro propio tiempo, caemos en lo más fácil: como ponernos una serie de 100 capítulos que llenará nuestro siguiente mes o como deslizar el dedo por las redes sociales hipnotizados por frases cortas, imágenes y videos fugaces. Eso no requiere ningún esfuerzo y, en cambio, suprime eficazmente el tiempo de encuentro que tenemos con nuestro yo más profundo y nos evita pensar sobre nosotros mismos.

Y claro, cuando venimos a ver, ya es noche, ya es muy tarde, ya no hay tiempo para otras cosas. Mucho menos para leer. Pero no pasa nada: leer no es urgente, nadie se ha muerto por no leer. Puedo hacerlo mañana. O pasado. O la próxima semana. Y total, si no lo hago, no pasa nada… Y así vamos dejando la lectura, posponiéndola o, mejor dicho, anulándola.

Ya en la entrada anterior cité a Borges diciendo que no se puede obligar a nadie a ser feliz (pues yo estoy convencido de que la lectura nos hace más felices), pero mi vocación evangelizadora me obliga siempre a intentar dar un empujón a quienes aún no han entrado al mundo de la lectura. ¿Cómo empezar a darnos nuestro propio tiempo para leer? Lo primero es fijarnos una meta. Hace unos años, yo mismo decía que no tenía tiempo para leer más que aquello que era parte de mi trabajo como escritor y como docente. Pero decidí que leer por placer me gustaba tanto que lo haría siempre al despertar y al acostarme. Mi día empezaría y terminaría con ese placer. ¿Cuánto? Al menos dos páginas. A veces leo un cuento completo o un par de capítulos, pero las dos páginas las cumplo siempre. Incluso cuando estoy muerto de cansancio me esfuerzo por mantener ese hábito.

Después de intentar con otros horarios, para mí esos dos son los mejores porque a lo largo del día se pueden presentar muchas situaciones fuera de nuestro control que afecten nuestro tiempo de lectura. Pero cada persona puede adaptar esto a su forma de vida. Y puede fijar cierto tiempo en lugar de una cantidad de páginas o encontrar otro tipo de metas.

Un mecanismo más que resulta muy útil es leer con otra persona o incluso con todo un círculo de lectura. Compartir las lecturas en tiempo real con otros apasionados es un buen impulso para mantener nuestra disciplina. Así lo disfrutaremos aún más. Y veremos que cambiamos las conversaciones sin importancia por las pláticas sobre los mundos fantásticos que estamos viviendo.

A mis círculos de lectura llegan personas por su propia cuenta, pero también hay grupos enteros de amigos, hermanos, parejas de novios o de esposos y hasta padres y madres con sus hijos. Entran juntos y muchas veces organizan un tiempo de lectura colectiva en casa. Todos ellos se dan su espacio para leer y respetan la lectura del otro. (Porque eso también pasa a veces: que cuando alguien te ve leyendo piensa que no estás haciendo nada y te interrumpe sin el menor empacho. Pero ese será el tema de la siguiente entrada.) Todos juntos leyendo cada quien por su lado, un oxímoron precioso.

Concluyo ahora. Leer es un placer, es nuestro placer. Y así como nos damos tiempo para respirar y comer, podemos hacernos tiempo para vivir otras vidas a través de los libros. Hay formas de hacerlo, no cabe duda. Podemos empezar por estas sugerencias. El que no lee, no es porque no tenga tiempo, es porque no se da el tiempo. En otras palabras, el que no lee es porque no quiere.

¿A qué rayos se dedica un historiador?

Con el paso del tiempo, los historiadores terminan por resignarse a ser vistos por sus amigos como enciclopedias con patas; como entes que albergan en su mente y en su vientre una infinita cantidad de nombres, fechas, lugares, causas y consecuencias; como inteligencias listas para pronunciar cualquier dato duro que se les pida. En realidad, la memoria no es más que una capacidad necesaria para el historiador, pero su verdadero trabajo es el análisis de los datos, la interpretación de los vestigios que la historia ha dejado y el entendimiento del ser humano en otras épocas y, sobre todo, en el presente. Desde hace años pienso que la mayor deuda que las profesiones poco conocidas tienen con el resto de la sociedad es permitirle acceder a su trabajo, contarle qué estudia, cómo lo hace, por qué y para qué. Por eso, tomo este 12 de septiembre, Día del historiador en México, como pretexto para compartir de forma breve y simple a qué rayos se dedica un historiador, sin entrar a las espinosas discusiones que los conceptos más básicos de este quehacer despiertan siempre en el gremio de la musa Clío.

Habrá que comenzar por preguntarnos qué es la Historia. Marc Bloch la definió como la ciencia que estudia al ser humano en el tiempo. Repito: el tiempo, no el pasado. Esto es fundamental porque ¿para qué estudiaría alguien el pasado? Podría hacerlo, como aficionado, para contar con un infinito repertorio de datos curiosos que no sirven para nada más que para abrir la plática un buen domingo durante el desayuno. O podría hacerlo, como los historiadores, para entender el camino que ha transitado el ser humano hasta llegar a donde está ahora. Los historiadores estudiamos el pasado, sí, pero porque estudiamos el presente y este no se puede entender sin aquel. R. G. Collingwood escribió:

Conocerse a sí mismo significa conocer lo que se puede hacer, y puesto que nadie sabe lo que puede hacer hasta que lo intenta, la única pista para saber lo que puede hacer el ser humano es averiguar lo que ha hecho. El valor de la historia, por consiguiente, consiste en que nos enseña lo que el ser humano ha hecho, en ese sentido lo que es el ser humano.

Si no estuviera anclada al presente, la Historia como disciplina no tendría ningún sentido, sería una mera interpretación de datos destinados a saciar la curiosidad sobre otras épocas. Y esto va mucho más allá del tan conocido “hay que estudiar la historia para no repetir los mismos errores”. La Historia se encarga de detectar los cambios y las permanencias en la larga duración, es decir, no en lo que dura una vida humana o una coyuntura, sino en el tiempo que se extiende una cultura, todo el tiempo a lo largo del cual el ser humano se relaciona con su medio de una misma manera. ¿Qué es lo que permanece inmutable a lo largo de la época del Imperio romano? ¿Qué es lo que cambia constantemente en la Edad Media? ¿Por qué algunas cosas se mantienen estáticas y otras nacen y fallecen con asombrosa rapidez en el siglo XIX mexicano? Eso nos habla no solo de los romanos, de los europeos medievales o de los mexicanos decimonónicos, sino también de todos los seres humanos, incluidos nosotros.

Y es que todo fenómeno histórico está asociado a otros. Para entender la guerra entre Rusia y Ucrania que se vive hoy, es necesario partir de la formación de la URSS a principios de los 1900 y pasar por el Pacto de Varsovia y la OTAN a mediados del siglo. Para hacernos una idea de cómo enfrentar una pandemia, es útil repasar lo que se ha hecho en ocasiones similares. Para comprender el actual modelo político de México, es menester volver la mirada a los sexenios anteriores.

Y entonces, ¿qué rayos hace el historiador? Este profesional es formado para adquirir los conocimientos mínimos necesarios para moverse en cualquier época y región, entendiendo las particularidades de cada una. Y, sobre todo, es formado para hacerse de la sensibilidad y las destrezas necesarias para adentrarse con mayor detalle en cualquiera de ellas cuando lo necesite. Por eso, la tan común pregunta “¿Tú estudias Historia de México o Historia universal?” carece de sentido. El historiador estudia la historia y ya está. Es cierto que la vida lo lleva a especializarse en determinados espacios geográficos y épocas, pero ante todo es un historiador capaz de sumergirse, entender e interpretar cualquiera de ellos.

En estas últimas palabras hay un término clave: el significado del verbo interpretar. “¿Qué hay que interpretar”, podrá preguntarse cualquiera, “si la Historia es una y ya está escrita?” Claro que la Historia es una, pero, en primer lugar, no siempre está escrita y, en segundo, lo que se escribe de la Historia no es exactamente la Historia, sino solo su representación. ¿Acaso el recuento que quien lee esto hace de su día es exactamente el día con todos sus detalles? ¿Acaso dos personas involucradas en un mismo hecho lo relatan de la misma manera? Hágase el siguiente ejercicio de imaginación: ¿los soldados de Hernán Cortés habrán descrito la conquista de México-Tenochtitlan de la misma forma que los guerreros mexicas? Unos y otros contaron su historia. ¿Qué es real? ¿Qué fue inventado? ¿Qué callaron y por qué lo hicieron? Eso es lo que el historiador interpreta. ¿Y cómo lo hace? A través de las fuentes, es decir, los vestigios que ha dejado el pasado: documentos oficiales, cartas, diarios, música, pinturas, literatura, edificios… todo aquel lugar donde el ser humano haya dejado su huella.

Volvemos: ¿entonces qué rayos hace un historiador? Cuando el presente lo exige —y créanme, lo exige minuto a minuto—, interpreta el pasado para aportar una mirada informada y amplia a su propia época. ¿Y cómo lo hacemos? Investigamos constantemente, nos especializamos en ciertas materias y compartimos nuestros resultados, interpretaciones y opiniones a través de distintas plataformas: libros, artículos en revistas especializadas, entrevistas, programas en medios, conferencias académicas y de divulgación. Y, asimismo, los historiadores también escribimos libros de texto para los alumnos, cargados de nuestra propia interpretación; libros que buscan ayudarlos a complejizar su propia realidad. Y somos docentes en distintos niveles educativos para fomentar el pensamiento crítico. Y trabajamos en archivos donde otros historiadores podrán encontrar fuentes para sus investigaciones. Y participamos en la organización de exposiciones en museos abiertos a todo público. Y escribimos novelas históricas y hasta asesoramos películas y series de televisión, porque no podemos negar que el relato de la Historia también es fuente de entretenimiento. Y asesoramos políticos para que sepan lo que dicen y lo que hacen. Todo esto, por supuesto, lo hace el historiador que tiene la posibilidad de realmente dedicarse a la Historia, lo cual —hay que decirlo— no es común dentro de la realidad laboral que vivimos. Pero sí, eso y más hace un historiador y por eso su participación en tantos ámbitos es vital y necesaria para la sociedad.

Hace muy pocos días, conversé con Belén Zuazúa, amiga íntima española e historiadora del arte. De alguna forma, llegamos a hablar sobre algo que nos ocurre a ambos y probablemente a todos los historiadores y, me atrevo a decir, a todos los humanistas: con una impresionante frecuencia, en cualquier conversación nos tornamos abogados del diablo, cuestionamos todo lo que escuchamos de nuestro interlocutor y le ofrecemos —a veces en tono francamente retador— muchas otras posibilidades de interpretación. En resumidas cuentas, nunca estamos de acuerdo y siempre estamos proponiendo otras opciones. “Debe ser castrante para los otros”, le dije a Belén; “creo que dejaré de hacerlo”. Pero ella me hizo ver el por qué: como humanistas, estamos formados para ver el actuar humano como un fenómeno realmente complejo, como enormes granadas que llevan en su interior una cantidad inimaginable de materiales explosivos. Las cosas nunca son tan fáciles, todo está relacionado, las coyunturas no suceden porque sí, nada surge de la nada, el humano no es un ser pasivo sino un agente, la política se vincula con la cultura y viceversa, la economía no va por su propio camino, los militares también son personas de carne y hueso, hombres y mujeres están sujetos a estructuras de pensamiento… Por eso, cuando alguna persona se refiere a un hecho cualquiera con tremenda simplicidad, nosotros quedamos patidifusos y solemos saltar al ruedo, tal vez no a escupir la verdad —nosotros no la sabemos, quizá nadie—, pero sí a complejizar el asunto, a invitar al otro a considerar que el hecho al que se refiere tiene muchas más capas que analizar antes de emitir una opinión al respecto. Y esa invitación no es sino una exhortación a entender mejor, a dar al asunto la importancia que merece y, por lo tanto, a encontrarle una respuesta que esté a su altura.

Los historiadores, pues, nos dedicamos a hacer ver —a nosotros mismos, a los colegas y a los no historiadores— la complejidad de la realidad humana y la necesidad de estudiarla con detalle para comprenderla y ser capaces de tomar las mejores decisiones. La cosa, como expresó Roger Chartier en 2020, no es predecir el futuro —como a veces también se nos pide que lo hagamos—, sino tender ante la sociedad las posibilidades de futuro que tenemos y coadyuvar a transitar el mejor camino.