
En ocasiones me siento como un fraile, uno que se desvive por llevar no la palabra de Dios, sino el evangelio de la literatura hasta el último rincón de la Tierra. Constantemente converso con amigos y conocidos sobre el acto de leer. Algunos son apasionados y la conversación se da naturalmente. De un momento a otro, ya estamos hablando sobre nuestros autores y obras favoritos. Otros son lectores nuevos o no tan entusiastas, pero siempre hay un libro en común del que podemos hablar. Sin embargo, hay cierta clase de personas que se rehúsa a todo intento de ser bautizada: quienes dicen que no tienen tiempo de leer. Lo entiendo, porque a mí también me pasó en cierta etapa, pero el tiempo me ha hecho ver que esa frase es una enorme mentira.
Con paciencia franciscana, yo intento escuchar las razones por las que aquellas personas no leen. El trabajo es la más común. “Pf, estoy hasta el tope de trabajo; no me da tiempo de nada”. Otros hablan de la familia, sobre todo quienes tienen hijos pequeños. Y luego están los que tienen más pasatiempos que dedos, que brincan de un lado al otro en un mismo día para llegar a la clase de boxeo y después a la de pintura y al final a la de cocina. Pero para leer no, para eso no tienen tiempo. Aunque, como dicen ellos, “cómo quisieran tenerlo”.
Séneca declaraba que el único dueño de nuestro tiempo somos nosotros mismos y que, dentro de cierto margen, somos capaces de elegir a qué lo destinamos. Haciendo a un lado las obligaciones de las que no podemos librarnos de ninguna forma (incluyendo el tiempo que dedicamos a nuestras relaciones como la familia, la pareja y los hijos), a todos nos queda una buena cantidad de tiempo al día. Sí, bastante buena si hacemos las matemáticas. Y podemos decidir qué hacer con ella. La primera elección quizá sea si se la dedicamos a otros o a nosotros mismos. ¿Seguir trabajando, salir con amigos, hablar por teléfono, escribir por WhatsApp? ¿O mejor hacer algo que nos llene a nosotros mismos? Lo que sea, pero para nosotros: hacer ejercicio, dar un paseo, cantar, pintar, ver una película…
Es cierto que muchas veces, ya que dimos el primer paso de decidir darnos nuestro propio tiempo, caemos en lo más fácil: como ponernos una serie de 100 capítulos que llenará nuestro siguiente mes o como deslizar el dedo por las redes sociales hipnotizados por frases cortas, imágenes y videos fugaces. Eso no requiere ningún esfuerzo y, en cambio, suprime eficazmente el tiempo de encuentro que tenemos con nuestro yo más profundo y nos evita pensar sobre nosotros mismos.
Y claro, cuando venimos a ver, ya es noche, ya es muy tarde, ya no hay tiempo para otras cosas. Mucho menos para leer. Pero no pasa nada: leer no es urgente, nadie se ha muerto por no leer. Puedo hacerlo mañana. O pasado. O la próxima semana. Y total, si no lo hago, no pasa nada… Y así vamos dejando la lectura, posponiéndola o, mejor dicho, anulándola.
Ya en la entrada anterior cité a Borges diciendo que no se puede obligar a nadie a ser feliz (pues yo estoy convencido de que la lectura nos hace más felices), pero mi vocación evangelizadora me obliga siempre a intentar dar un empujón a quienes aún no han entrado al mundo de la lectura. ¿Cómo empezar a darnos nuestro propio tiempo para leer? Lo primero es fijarnos una meta. Hace unos años, yo mismo decía que no tenía tiempo para leer más que aquello que era parte de mi trabajo como escritor y como docente. Pero decidí que leer por placer me gustaba tanto que lo haría siempre al despertar y al acostarme. Mi día empezaría y terminaría con ese placer. ¿Cuánto? Al menos dos páginas. A veces leo un cuento completo o un par de capítulos, pero las dos páginas las cumplo siempre. Incluso cuando estoy muerto de cansancio me esfuerzo por mantener ese hábito.
Después de intentar con otros horarios, para mí esos dos son los mejores porque a lo largo del día se pueden presentar muchas situaciones fuera de nuestro control que afecten nuestro tiempo de lectura. Pero cada persona puede adaptar esto a su forma de vida. Y puede fijar cierto tiempo en lugar de una cantidad de páginas o encontrar otro tipo de metas.
Un mecanismo más que resulta muy útil es leer con otra persona o incluso con todo un círculo de lectura. Compartir las lecturas en tiempo real con otros apasionados es un buen impulso para mantener nuestra disciplina. Así lo disfrutaremos aún más. Y veremos que cambiamos las conversaciones sin importancia por las pláticas sobre los mundos fantásticos que estamos viviendo.
A mis círculos de lectura llegan personas por su propia cuenta, pero también hay grupos enteros de amigos, hermanos, parejas de novios o de esposos y hasta padres y madres con sus hijos. Entran juntos y muchas veces organizan un tiempo de lectura colectiva en casa. Todos ellos se dan su espacio para leer y respetan la lectura del otro. (Porque eso también pasa a veces: que cuando alguien te ve leyendo piensa que no estás haciendo nada y te interrumpe sin el menor empacho. Pero ese será el tema de la siguiente entrada.) Todos juntos leyendo cada quien por su lado, un oxímoron precioso.
Concluyo ahora. Leer es un placer, es nuestro placer. Y así como nos damos tiempo para respirar y comer, podemos hacernos tiempo para vivir otras vidas a través de los libros. Hay formas de hacerlo, no cabe duda. Podemos empezar por estas sugerencias. El que no lee, no es porque no tenga tiempo, es porque no se da el tiempo. En otras palabras, el que no lee es porque no quiere.