
Nuestra aventura más reciente en el círculo de lectura es el famoso ciego de Buenos Aires, el autor del inolvidable cuento “El Aleph”, el reseñista de libros inexistentes, el hombre que dijo “soñé esta mañana que me moría, sentía una gran sensación de alivio”. Nadie más y nadie menos que Jorge Luis Borges.
Mi primer contacto con sus cuentos fue durante la carrera. Primero cayó en mis manos “La muerte y la brújula” —que leí cabeceando de sueño— y luego “La casa de Asterión” —que me conmovió profundamente—. Pero fue hasta la maestría cuando realmente me puse a leerlo con el lápiz en la mano. Me enfrenté a su libro Ficciones, empezando por “La biblioteca de Babel”. Quedé impresionado por la cantidad de ideas tan deslumbrantes que sentía llegar a mi mente, a la vez que percibía la curiosa —y preciosa— sensación de que había muchas cosas que me pasaban inadvertidas porque no conocía todas las referencias.
Luego leí el dificilísimo de pronunciar “Tlön Uqbar Orbis Tertius”, donde el narrador habla de un libro que no existe con tanto detalle que te hace pensar que tiene que existir. Dentro del cuento vi nombres conocidos, como el de Alfonso Reyes y Bioy Casares, y fui entendiendo los mecanismos que Borges usa para despistarnos, para hacernos confundir realidad y ficción. En otras palabras, las estrategias que usa para reírse de lo tradicional, de lo “legítimo”, y para carcajearse con todo aquel que entienda su juego.
A los pocos días llegué lentamente a “El Aleph”. Hubo pistas que no entendí (¿qué rayos tenía que ver la tal Beatriz Viterbo con todo el asunto?) sino hasta tiempo después, conversando con un amigo amante de Borges —quiero decir, de su literatura—. Comprendí que a Borges había que leerlo con paciencia, con el afán de hacer una autopsia de sus textos, de ir removiendo capas hasta dar con lo esencial. Ese mismo cuento me enseñó algo más sobre Borges: que es un seductor de mentes.
Curiosamente, en ese tiempo releí paralelamente El llano en llamas, de Juan Rulfo. Al leer a estos dos autores al mismo tiempo, me percaté de una diferencia sustancial: Rulfo me llegaba al corazón; Borges al cerebro. Con Rulfo, la frase “¿No oyes ladrar los perros?” me hacía sentir el mismo agotamiento que quien la pronunciaba y la súplica “Diles que no me maten” me hacía experimentar el miedo a ser fusilado. Sentía en las entrañas: con Rulfo sentía algo absolutamente emocional.
Borges, por el otro lado, me impresionaba intelectualmente. Cuando se arranca a enumerar todo lo que vio en el Aleph, en esa especie de microcosmos que contiene todo lo existente, enlista elementos en los que yo jamás habría pensando (“vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte”), pero sobre todo comete la osadía de decir estas tres palabras: “vi tu cara”. ¡Wow! Rompió la cuarta pared y, en medio del caos que está enunciando me dice, quitado de la pena, que me vio a mí. ¡A mí!
Es el mismo tipo de impresión que se siente al leer “El jardín de senderos que se bifurcan”, cuando llegas a la línea que dice “El porvenir ya existe”. ¡Por Dios! ¿El futuro, que no ha ocurrido aún —por eso es futuro— ya existe? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿En qué tablilla está escrito? Son frases que podemos pasar de largo si no abrimos bien los ojos o si buscamos otras cosas en los cuentos de Borges. Para mí es eso: un cúmulo de sorpresas intelectuales. Y, como soy de esas personas que se sienten atraídas por lo cognitivo, yo no puedo evitar derretirme con Borges.
Bueno, con muchos de sus cuentos, no todos. No quiero idealizarlo. Y acepto que formo parte de un tipo particular de lector y que hay muchos a quienes esas sorpresas retóricas, literarias o conceptuales no les significa nada. Yo aplaudo a quien lee a Borges concienzudamente y dice “No me gustó”, también quitado de la pena, porque siempre he defendido que todo lector tiene el inalienable derecho a decir que un libro o un autor no le gusta, sea quien sea, haya recibido los premios que haya recibido. Porque al final eso es la lectura: conocer a otros a través de sus palabras y ejercer la crítica sobre ellas. Pero, por supuesto, para juzgar antes hay que leer y hay que hacerlo bien, hasta sus últimas consecuencias. Hay autores y libros para todos. Nosotros hemos venido a esta vida a conocer y disfrutar a todos los posibles.